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Es hombre discreto. Una de esas personas imprescindibles para las gestas, que nunca salen en los cuadros. No solo porque haya acaparadores de escena, sino ... por su discreto estar. Así es Ibon Areso. Me lo contó en su día Josu Ortuondo: «La persona más importante en el Ayuntamiento y en la transformación de Bilbao fue él».
Así de rotundo se mostraba el alcalde bajo cuyo mandato se aprobaron y se inauguraron el Guggenheim, el Metro y todo aquello que nos hizo mirar hacia la ría y al futuro. Y si Josu jamás ha recibido los aplausos merecidos, Ibon menos. Por eso debemos contar la historia de quienes lograron lo imposible. No lo digo yo. Sino el Banco Mundial, que invitó a Washington, a un país, a un estado y a una ciudad como ejemplos de milagro económico y social. Irlanda, Carolina del Norte y Bilbao. Por algo será. Así que hablemos de Areso. Empezando por su nacimiento. Ocurrió el 20 de mayo de 1944 en el Campo Volantín.
«La clínica ya desapareció», apunta, intentando recordar el nombre. Extraña que no lo logre porque es una biblioteca andante. Señala una estatua y recita de memoria lo que costó y cómo se sufragó. Su mente trabaja igual que las manos de su abuelo Nicolás cuando hacía alpargatas enredando en los clavos el esparto.
Aquel aitite, procedente de Lazkao, se asentó en Barakaldo, donde aún hoy, pegado al lugar que ocupaban los Altos Hornos, hay una pendiente llamada 'la cuesta del alpargatero'. Con los ahorros montó una taberna que tenía mucho de ultramarinos.
Tanto y tan bien trabajó que sus hijos pudieron estudiar. Benito, padre de Ibon, llegó a ser arquitecto. En cuanto a la madre, Justi Mendiguren, los orígenes estaban en Mungia. Y un poco en Argentina, donde los antepasados tuvieron que emigrar, para regresar con una situación más holgada. Eso les permitió comprar una casa al final de Henao, frente al caserío de los Alayo.
Resultó ser un lugar cargado de vicisitudes. Costó recuperarla tras haberles sido incautada en la Guerra Civil. Pero volvió a ser su hogar. Hablamos de cuando parecía Finisterre. Más allá no había nada. A falta de Puente de la Salve, que llegaría en los 70, cruzaban la ría en bote por donde hoy está el gigante de titanio.
Y si le pagaban un extra al botero, les permitía remar un rato. Eso cuando no caminaban por el 'tontódromo'. Así llamaban a la prolongación de la Gran Vía, cuando paseaban mirando a las chicas, sabiendo que el toque de queda en casa era a las diez y eso era del todo inamovible. No todo iba a ser hincar codos en Santiago Apóstol.
Cuando le tocó elegir formación y universidad optó por Barcelona. Junto con Madrid, eran los dos únicos lugares donde poder estudiar arquitectura. Terminada la carrera abre un estudio donde desarrolla su carrera a lo largo de 11 años. Por entonces no estaba afiliado a ningún partido, pese a su ideología afín al PNV. Eso llegaría después, con la escisión de EA.
Pero en el arranque de la democracia ya forma parte de un grupo de expertos al servicio de los nuevos tiempos. Junto a arquitectos como José Miguel Abando, empieza a colaborar con el Gobierno vasco y, posteriormente, en 1988, el Ayuntamiento de Bilbao monta la Oficina Municipal del Plan, donde acaba de director. En 1991 Ortuondo le incluye en su plancha y el resto es historia.
Quiso el destino convertirlo en breve alcalde, tras la muerte de Iñaki Azkuna. Hasta los rivales políticos se alegraron. Lo merecían tanto él, como Bilbao. Ahora está jubilado. Pero no para. Le invitan a dar conferencias en lugares insospechados y, cuando puede, pasea.
Sus rincones mágicos no son obra reciente. El parque de los patos. Recuerdos de la infancia. Y los Jardines de Albia. Sus árboles lo tienen cautivado. Puede que sean sus ojos de arquitecto. Pocas cosas hay tan perfectas y hermosas como unos gigantes de madera entre aceras. Y porque los árboles son como él. Sin ellos no hay bosque. Todos son importantes. Aunque algunos más que otros.
Porque sus secretos son un tesoro. Como Ibon Areso. Un hombre de plata con valor de oro.
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