La mañana del martes 23 de mayo mi pareja me contó que había soñado que ETA ponía su última bomba en un parque de niños. Yo le preguntaba si había habido muertos. Él me decía que sí, que varios, y que en el sueño sufría ... y se preguntaba por qué habían decidido hacer algo tan cruel como último atentado, por qué dejar esa memoria como colofón al horror de décadas. Pocos minutos después de que me contara el sueño leíamos en el periódico que esa noche había habido un atentado en Manchester, tras el concierto de Ariana Grande, que había 22 muertos, entre ellos adolescentes y niños. Por desgracia, esta vez no era una pesadilla de la que podíamos despertar.

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Atentados como el de Manchester nos conmueven, hacen que sacudamos la cabeza y pensemos qué puede llevar a un joven de 22 años a saltarse por los aires, arrastrando consigo a 22 seres humanos (una vida por cada año vivido, matemática perversa). Nos horroriza particularmente porque entre las víctimas hay adolescentes, niños, y sabemos que el terrorista suicida lo sabía. De hecho, nos lo podemos imaginar planeando el atentado y alegrándose por el inmenso daño que va a causar, el impacto que va a tener su acción.

Las reacciones de políticos internacionales no se hicieron esperar: condolencias, condenas del atentado y del ensañamiento de los terroristas contra víctimas inocentes, promesas de persecución y venganza y, cómo no, el impresentable Trump aprovechando la ocasión para acuñar una nueva denominación (evil loosers, perdedores malvados, ¿cómo se puede ser tan infantil?). Igual es porque mi pareja me había contado su pesadilla, pero este atentado me hizo recordar aquel del cuartel de Vic y esa fotografía terrible en la que un hombre lleva en brazos el cuerpo desmadejado de una niña. Ahí también ETA sabía el daño que iba a causar, el impacto que iba a provocar un atentado contra un cuartel en el que residían mujeres y niños. En ese momento también se habló de locura, de crueldad, de delirio, de maldad sin límites.

Estas reacciones que enfatizan la incomprensión del fenómeno terrorista son naturales. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad lo piensa: son unos locos, degenerados, monstruos. Y ese pensamiento que nos paraliza en el hecho violento, que no nos permite ver el contexto en el que se genera, o las posibles motivaciones para el mismo, causa una sensación de vulnerabilidad, de fragilidad, de desamparo porque, al fin y al cabo, nos sitúa ante una realidad que no entendemos más allá del sentimiento, de la reacción inmediata frente a la arbitrariedad del horror. Un día es un tren en Madrid, otro una discoteca en París, otro un mercado en Berlín, otro la salida de un concierto en Manchester. El miedo provocado por la imposibilidad de anticipar el golpe brutal es uno de los grandes triunfos del terrorismo.

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Reconocer el miedo y saber qué hacer con él es importante en estos días en que los políticos y los medios de comunicación construyen una imagen comprensible para el ciudadano medio de ese enemigo que nos aterra. Esa imagen gira en torno a una serie de interpretaciones superficiales del fenómeno que lo reducen a la sinrazón y el fanatismo, obviando que cada uno de esos jóvenes que se inmolan en el nombre de Alá vienen de contextos y realidades complejas y diferenciadas. Si nos conformamos con imaginar al terrorista como la encarnación del Mal, si pensamos que todo esto es producto simplemente de un delirio fanático y extremista incomprensible, caemos en un doble peligro. Primero, lo que no comprendemos y que asociamos con la arbitrariedad de la locura nos provoca un miedo difícil de gestionar que muchas veces tiene como consecuencia la apelación a la violencia. Lo desconocido asusta, horroriza, acrecienta nuestra concepción de los actores de esa violencia como enemigos que hay que «exterminar», como diría Trump. Segundo, si nos conformamos con la explicación de la locura o el fanatismo ciego, corremos el riesgo de entender tan poco que al final acabamos creyendo versiones simplistas de la realidad y generalizando sin intentar entender ni profundizar en los problemas que nos rodean. Y la combinación del miedo y la ignorancia nos lleva, irremediablemente, a actitudes intolerantes y xenófobas, al odio, a pensar que todo el que comparte orígenes con los terroristas también lo es.

Esto se ha visto claramente con la crisis de los refugiados, cuando buena parte de los países de occidente, animados por los discursos de Trump, Le Pen y compañía, ha cerrado sus puertas esgrimiendo que al ser en su mayoría musulmanes, los refugiados iban a traer la yihad a nuestros países. Hace poco leía Home Boy, una novela de H.M. Naqvi sobre las peripecias de tres jóvenes paquistaníes en Nueva York y el cambio radical que dio su vida tras el 11 de septiembre de 2001: de ser tres chicos viviendo a tope en la gran ciudad, pasaron a ser acusados de terrorismo solo por sus orígenes y a ser detenidos y torturados en el famoso Centro de Detención Metropolitano de Nueva York.

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El terrorismo no solo afecta a sus víctimas directas, también a la sociedad en la que tiene lugar, que se transforma en virtud de la amenaza y el miedo. Si no intentamos entender (que no justificar) las razones por las que ese terrorismo se produce, si no contextualizamos sus orígenes y a las personas que lo llevan a cabo, si no vamos más allá de la explicación que viene de la tripa (están locos, son unos dementes, unos malvados), caeremos en un miedo irracional y paralizante, sospecharemos de cualquier persona que parezca o sea musulmana, miraremos hacia el Este con inquietud en el mejor de los casos, en el peor con odio. Cuando pasa algo como la masacre de Manchester siempre me pregunto con qué temor saldrá una mujer con velo a pasear por nuestras calles, qué miradas de odio y desprecio recibirá de sus vecinos, a qué humillaciones se tendrá que someter. Pero yo también reconozco (no sin vergüenza) que en más de una ocasión, cuando camino por una zona de mi barrio en el que la mayoría es musulmana, me pregunto si en alguno de esos restaurantes marroquíes no se fraguará el próximo atentado en Madrid.

El miedo es libre, dicen algunos, pero nosotros dejamos de serlo cuando nos dejamos dominar por él.

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