Javier Reino
Jueves, 4 de mayo 2017, 02:00
Muchos lectores probablemente recuerden 'Bienvenidos al Norte', una película francesa (Dany Boon, 2008) que relata la peripecia de un funcionario de Correos destinado bien a su pesar y sobre todo al de su mujer, que no le acompaña a un pueblo de la región Nord- ... Pas de Calais. Tal es su resistencia a lo inexorable que la Policía le para en la autopista por lo despacio que va. Cuando nuestro hombre cuenta su situación al agente, este, impresionado por tan cruel destino, no solo le transmite su condolencia sino que le perdona la multa y le deja marchar.
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¿Qué justifica tal fama de la región norteña, ahora ampliada por el norte con la denominación de Hauts-de-France? «Hace muy mal tiempo durante buena parte del año; y su gente, mayoritariamente obrera hasta hace muy poco, tenía fama en el resto del país de ser poco culta, algo simple, de abusar del alcohol y de tener un acento ininteligible». Quien así habla es Lionel Rodrigues, un empresario de origen portugués que regenta en Lille un recoleto y acogedor 'bar à vin', más al estilo del 'bouchon lyonnais' que de las típicas 'brasseries' (cervecerías) de esta tierra fronteriza con Bélgica.
La vecindad con Bélgica, por cierto, sirve a los norteños para resarcirse y son muchos los chistes que aquí, y en toda Francia, tienen por víctimas a los belgas. Tanto que se ha creado un 'género' humorístico, los 'bagles' o 'chistes de belgas'. Son chascarrillos tópicos, a veces los mismos que se cuentan de los leperos.
A los franceses no les sienta bien que sus 'modestos' vecinos hayan colocado en la cultura occidental a dos iconos imaginarios como Tintín y Poirot (aunque este gracias a una escritora inglesa) y siempre los han considerado inferiores a Asterix y Maigret.
Ahora tienen un nuevo motivo para la chanza. Los belgas han solicitado la declaración de patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad para sus... patatas fritas. Las fríen en dos tiempos para que queden tiernas por dentro y crujientes por fuera y acompañan a sus carnosos "moules" (mejillones enanos). «¡Las patatas fritas, mon Dieu!», se burlan los franceses. «¡Si en todo el mundo las conocen como 'french frites'!».
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A media hora de tren de Bruselas, a una hora y diez de París y a una y veinte de Londres, en Lille, la capital de esta región del norte francés, casi se han podido 'escuchar' las explosiones del terror yihadista de las otras tres capitales. «No nos ha tocado por ahora pero sabemos que cualquier día nos puede tocar. Confiemos en las medidas de seguridad», se consuela Rodrigues.
En el norte industrial y minero, corazón espiritual de la Francia 'roja', hoy preocupan el empobrecimiento de su clase media y de una clase trabajadora que ha perdido sus trabajos y su identidad y que se revuelve con un nutrido voto xenófobo y ultraderechista.
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Los resultados de la primera vuelta de las presidenciales en la región ampliada en la última reforma administrativa y ahora denominada Hauts-de-France no dejan lugar a dudas. La ultraderechista Marine Le Pen se llevó el 31% de los votos, seguido del izquierdista (y eurófobo como ella) Jean-Luc Mélenchon.
En Lille, donde gobierna como alcaldesa la socialista Martine Aubry (hija de Jacques Delors), los 'indignados' han tomado la opción de Mélenchon (30%) y Le Pen se ha visto desplazada al cuarto puesto (13,8%). Hay una sensación de cambio de ciclo, pero una mayoría mira al futuro con cierto optimismo.
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¿Qué ha cambiado en esta ciudad, fundada, según la leyenda, por un matagigantes? Todo empezó cuando cerraron las viejas minas de carbón y comenzaron a deslocalizarse las empresas. Solo con el tren de alta velocidad (TGV), en los noventa, fueron llegando gentes de otras partes de Francia y las cadenas comerciales llenaron los locales que habían dejado vacíos las firmas de allí. La bonanza duró hasta la reciente crisis, de la que la 'nueva Lille' se va reponiendo.
Ni siquiera el 'Brexit' causa inquietud. «¡Bien sûr! se explaya nuestro 'bouchonier' somos la ciudad más próxima a Inglaterra y aquí pueden venir a establecerse empresas que abandonen aquel país cuando ya no sea de la UE». Todo son ventajas. La tierra natal del general De Gaulle será siempre cabeza de puente entre ambas orillas.
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Pero hay una clase obrera que un día se quedó colgada de la brocha y hoy se aferra a Le Pen.
«La culpa es de los partidos de la izquierda. Se han instalado en el poder y les trae sin cuidado la gente que lo pasa mal». Es el diagnóstico de Sebastien mientras abrillanta con parsimonia los cubiertos del restaurante en el que trabaja como camarero.
¿Y la solución es Le Pen?
No, por Dios. Le Pen es un peligro.
Cuesta encontrar la sede del Frente Nacional en la capital de su gran feudo septentrional. Y cuando por fin la hallamos está cerrada. Pero en las proximidades un hombre que frisa la sesentena y viste con modestia lleva propaganda del partido.
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Yo voté siempre comunista, pero se acabó. Nos han abandonado dice con evidente resentimiento Antoine Guillot, un antiguo trabajador del sector transformador de pescado.
Pero de ahí a pasarse a la ultraderecha...
¡Es que Le Pen no es la ultraderecha!
Ah, bueno. Empecemos por eso si quiere.
Marine defiende al obrero francés.
A costa de los otros... ¿Eso no es xenofobia?
Eso es patriotismo.
Y punto pelota.
Dicen que los pájaros no sobrevuelan Dachau. Es posible. Pero es seguro que lo que fue aquel campo de concentración a las afueras de Múnich es hoy una gran explanada vacía en la que reina el silecio y una extraña desolación. Parecida impresión causa lo que fue 'la jungla' de Calais. Una inmensa marisma frente al Canal de la Mancha vacía y silenciosa. A David, el taxista, le extraña que queramos visitarla «Si ya no hay nada...». Pero hubo.
El 24 de octubre pasado fueron evacuados los últimos 2.400 ¿inmigrantes? ¿refugiados? que acampaban allí desde hacía meses. En los últimos tres años se calcula en unos 6.000 el número de estos desheredados africanos, asiáticos y de Oriente Próximo que, huyendo de la guerra, la tiranía y el hambre, dieron con sus huesos en esta plataforma desde la que miraban al lado inglés del Canal. «Qué iban a mirar, si no se ve nada vuelve a terciar David. Tendría que hacer un día muy bueno para que se viese Inglaterra y aquí suele estar nublado».
Muchos no se conformaron con mirar y en algún momento lograron introducirse en el Eurotúnel. Jugándose la vida, siguieron la vía férrea hasta alcanzar suelo británico. Naturalmente, hubo quien dejó la vida en el intento.
En Calais reina la paz social y el frenético tráfico marítimo de siempre. ¿Teme el 'Brexit' este puerto, el punto más cercano de Francia a Inglaterra? «¿Por qué? Ellos están en una isla y tienen que salir de ella de vez en cuando. Y van a seguir saliendo por el camino más corto, el Canal», razona Martine Lefrebvre, que regenta un negocio de hostelería. «Pero, ojo advierte a continuación si ponen más difícil entrar en Reino Unido, seremos los franceses los que vayamos a otros destinos».
«¿El 'Brexit', dice? Vaya bobada. Cosas de ingleses, ya sabe...», sentencia el taxista David, que tiene día cínico.
Por la noche las calles de Lille se vacían (como en buena parte de Francia) y patearlas le convierte a uno en sospechoso. Por eso sorprende ver llegar por la Rue Bethune una avalancha. Pero no hay nada raro: salen del cine, de ver 'C"est beau la vie quand on y pense' (La vida es bella si lo piensas bien), reciente estreno cuyo reclamo es Gérard Jugnot, el maestro que dirigía a 'Los chicos del coro'.
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Bares y restaurantes muestran una ocupación más que aceptable para un día entre semana. A sus terrazas perfectamente acristaladas (que parecen interiores y en las que se puede fumar) se acercan no pocos mendigos. Todos aparentan tener el mismo origen: gitanos rumanos. Y así nos lo confirma un policía municipal que patrulla la zona centro.
¿Y la población de origen árabe? Curiosamente, si se habla con los autóctonos no parece que haya problemas. Pero sí los hay. «El 80% de nosotros está integrado pero hay una nueva generación de jóvenes que vienen sin familia, atendiendo solo a la llamada del dinero y que no respeta a este país ni sus costumbres», dice Rabie, portero nocturno en un hotel de las afueras de la ciudad.
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«Cada vez más racismo»
«La integración es real y cada vez hay más parejas mixtas entre nosotros, pero con la sucesión de grandes atentados es evidente que se nos mira con desconfianza», admite Khadija, marroquí musulmana casada con un francés cristiano.
«¿Quién arma a los terroristas»?, se pregunta François, que 'esconde' su procedencia sureña. «Digan lo que digan, en Francia cada vez hay más racismo. Se ven gestos xenófobos hasta en la tele, lo que nunca». Y lanza su dardo contra la Iglesia católica: «A veces parece querer separar a la gente al insistir en la base cristiana de esta sociedad».
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Pero a despecho de terroristas, recesiones y 'Brexit', Lille vive una especie de renacimiento. Muestra con orgullo su metro, el primero del país automático (sin conductor) y espera con cierta aprensión a saber si se permitirá la 'braderie', suspendida el pasado año tras el atentado de Niza. Esa explosión comercial, en la que establecimientos de todos los ramos sacan a la calle sus mercancías, transforma la ciudad cada primer fin de semana de septiembre, la llena de vida y atrae a cientos de miles de visitantes.
Las gentes, como pasaba en la película de Dany Boon, acaban conquistando al forastero con su calor. Es lo que le pasó a Amèlie «no es broma, me llamo así y soy camarera», una parisina de madre madrileña que se vino a Lille por amor.
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