Brexit: una lección
Adoptar acuerdos de forma democrática genera incomodidad, obliga a optar, significa que la gente debe tener al menos la oportunidad de expresar su opinión sobre todo tipo de temas
Pello Salaburu
Lunes, 27 de junio 2016, 21:03
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Pello Salaburu
Lunes, 27 de junio 2016, 21:03
Mientras se resquebrajan las estructuras del Estado cada vez que alguien propone que el condado de Treviño se integre de una vez en nuestra comunidad, que es su lugar natural, Gran Bretaña nos ha dado una envidiable lección democrática. Sin pestañear, organizaron un referéndum sobre ... la independencia de Escocia. Salió que 'no'. A los pocos meses, organizan de nuevo un referéndum sobre la salida de la Unión Europea. Esta vez, en contra de los pronósticos de última hora, sale que 'sí'. Vivimos aquí en otro mundo. El domingo volvió a ganar el partido más corrupto de la historia de nuestra democracia, ese que tiene un ministro del Interior al que le colocan micrófonos en el sobaco mientras de forma pía reza a la Virgen y lo graban conspirando contra otros políticos. Premio. No nos creemos lo de la democracia. Porque adoptar acuerdos de forma democrática genera incomodidad, obliga a optar, significa que la gente debe tener al menos la oportunidad de expresar su opinión sobre todo tipo de temas, sin que valga aquello de «expreso mi opinión cada vez que elijo a mis representantes». No es así: se ha visto en Gran Bretaña. Nos han dado una lección enorme.
Y han generado un problema mayúsculo, en su país y en el conjunto de la UE. Parece que ahora comienza a importarnos algo lo sucedido, aunque hasta la semana pasada contaba menos que un partido de la Selección. Hasta entonces solo estaba presente en un sector minoritario de la sociedad al que le preocupan los temas sociales y políticos de esta envergadura: estoy pensando en gente como usted, por ejemplo, que está leyendo esto, porque a su vecino le interesaba más el penalti de Ramos. Aquello del 'Brexit' era algo difuso, lejano, incluso pintoresco. Entre la gente que ha seguido más de cerca cómo se ha ido cociendo este tema están quienes nos han advertido de todos los males que se derivarían si saliera triunfante la propuesta que finalmente ha vencido: fractura política grave en la Unión, en la propia Gran Bretaña, pérdidas económicas en todos los países (no he leído en ninguna parte que alguien vaya a ganar algo, aunque en principio parece que es imposible que todo el mundo pierda sin que nadie gane), un cataclismo y, sobre todo, pavor a lo desconocido y desconfianza en el futuro, una vez abierta la caja de los truenos. En este sector había también personas hartas de los británicos. Hartas de que 'esos ingleses' estuvieran aquí sin estar aquí (parecían émulos de Teresa de Ávila), hartas de que a cada paso estuvieran chantajeando al resto de países, cansadas de escuchar sus consejos y hasta las narices de esa sensación, también difusa, de que los británicos han querido aprovecharse en estos años de todo lo bueno de la Unión, mientras llenos de escepticismo ponían un palo tras otro en la construcción europea. Al final, han decidido marcharse de un sitio en el que nunca han estado y que siempre les ha generado una profunda incomodidad. Vamos a ver ahora cómo les va, porque de aquel imperio en el que hacían y deshacían solo quedan la reina y un príncipe heredero que ya parece haber tirado la toalla y está convencido de que morirá antes de tener la oportunidad de sustituir a su Graciosa Majestad.
El futuro es incierto. No diría que tenebroso, solo incierto. Para todos. Habrá graves consecuencias económicas, desde luego, que no podemos desdeñar: el batacazo de la Bolsa es el primer aviso. También políticas. Hay ya partidos en otros países de menor peso mirando la puerta de salida. Es lo habitual en tiempos de crisis: abundan los agentes que piensan que disponen de una poción mágica y de soluciones milagrosas negadas al resto de los ciudadanos. También lo vemos aquí. En el fondo, quizás sucede que los europeos nunca hemos querido ser tan europeos. ¿Qué tienen en común un renano y un cordobés? ¿O un vasco y un napolitano? ¿Ha sentido alguna vez en su vida el sueco medio algún punto de unión con un ateniense o con un lisboeta? ¿Habrá pensado un londinense que él y un croata están en el mismo barco? Son preguntas que alguna vez nos hemos hecho, aunque hemos preferido olvidarnos de la respuesta. Sobre todo si nos hemos planteado ir a pasar unos días de vacación a cualquiera de esos países: qué bien no tener que cambiar de moneda cada 200 kilómetros.
Pero el caso es que, para bien o para mal, con fronteras harto imprecisas (¿debemos considerar a Rusia parte de Europa?, ¿también la Rusia asiática?), el caso es que Europa, ese enorme continente, está ahí, aunque Londres lo haya aislado. Y lo ha estado mucho más en estos últimos decenios. Esta crisis puede ser una oportunidad para relanzar poco a poco el proyecto europeo sobre otras bases. Para apoyarse solo en aquellos que de verdad están convencidos que merece la pena y aceptan que una unión solo tiene sentido sobre bases democráticas: ni la Rusia de Putin ni la Turquía de Erdogan pueden ser aceptadas. Pero aun con otros políticos, una unión de países europeos debe desconfiar de culturas con profundas raíces antidemocráticas, sin ningún respeto a una sociedad laica o en donde machacar a las mujeres se considera casi un juego inocente. Solo una Europa así tiene sentido: no se trata de que entren países, sino de que entren los países que creen en el proyecto y se incorporen al ritmo adecuado. Solo una Europa solidaria tiene sentido. La pérfida Albión nos ha dado una profunda lección de democracia, y nos ha generado un enorme problema. Quizás sea una oportunidad para alumbrar una Europa un poco más decente.
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