Refugiados en la frontera entre Macedonia y Grecia.

Europa y el caudillo Fritigerno

Una multitud de refugiados desesperados se ha concentrado entre Grecia y Macedonia, cerca de las tierras donde irrumpieron los godos que provocaron la decadencia del Imperio Romano

Javier Muñoz

Domingo, 30 de agosto 2015, 01:14

Trescientos mil refugiados llegarán a la envejecida Europa durante 2015, empujados por la caótica situación de Siria, Libia, Irak y Afganistán. Son la avanzadilla de los millones de africanos y asiáticos que intentarán imitarles en un futuro no lejano. Occidente encara una crisis migratoria como ... no se recuerda desde el final de la Segunda Guerra Mundial; un desastre humanitario de consecuencias tan profundas como la caída del Muro de Berlín y que tiene su origen en los graves errores de política exterior (de percepción de la realidad, más bien) cometidos por Estados Unidos, Francia y Reino Unido en Oriente Medio.

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Sólo la necedad explica que mandatarios y diplomáticos a los que se supone capaces e inteligentes hayan provocado una tragedia de tal magnitud. Lo cierto es que Occidente puede pagar un precio elevado por haber ignorado las lecciones del pasado. Y esas lecciones que se olvidan en las cancillerías están en los manuales de historia del bachillerato.

Gran parte de los inmigrantes sirios, iraquíes y afganos que estos días huyen del Ejército Islámico, de otras milicias sectarias suníes y chiíes, y de los talibanes -una multitud que sueña con establecerse en Alemania y Reino Unido- se han concentrado en la frontera entre Grecia y Macedonia; es decir, al lado de la antigua Tracia (Bulgaria) donde en el año 376 irrumpieron decenas de miles de godos. Los historiadores clasifican ese acontecimiento como una de las invasiones bárbaras, pero se trataba de una marea humana que abandonaba las actuales Ucrania y Rumanía empujada por los hunos, guerreros de Asia central, de la generación anterior a la de Atila, a los que se atribuía todo tipo de atrocidades.

El emperador Valente, que gobernaba el imperio romano de Oriente, con capital en Constantinopla, dio permiso a aquellos refugiados para cruzar la frontera del Danubio y asentarse en su territorio. Eran mano de obra barata que en buena parte había sido cristianizada y hablaba griego y latín. Sin embargo, la mala gestión de aquella crisis migratoria a causa de la corrupción del imperio y la xenofobia de la población local dieron al traste con esos planes y cambiaron el curso de la historia.

Tradicionalmente se sitúa en aquella época el momento en que el imperio romano comienza a resquebrajarse. Algunos historiadores sostienen que no era algo que tenía que ocurrir necesariamente, puesto que Roma había administrado los flujos migratorios con relativo éxito.

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Combinaba la concesión de la ciudadanía a algunos pueblos conquistados con los acuerdos con tribus del otro lado de la frontera y las operaciones de castigo cuando los caudillos se insubordinaban. Pero ese esquema saltó por los aires con la batalla de Adrianópolis (la actual Edirne de la Turquía europea) el 9 de agosto del año 378. El emperador Valente murió allí a manos de los godos a los que dos años antes había autorizado a establecerse en el imperio y que se rebelaron cuando los anfitriones incumplieron las promesas que les habían hecho.

Visto desde desde la perspectiva del siglo XXI, lo trágico del destino de Valente es que había intentado regularizar a aquellos bárbaros apostando por una política de extranjería que hoy calificaríamos de blanda. En el año 376 ordenó a las legiones acantonadas en el Danubio que montaran una formidable operación logística (con pontones, barcazas y cualquier otra cosa que flotara) para transportar a decenas de miles de godos desesperados (personas, carros y animales) a la orilla romana. No fue una tarea sencilla, porque el río bajaba crecido por las lluvias. Algunas barcazas volcaron y sus ocupantes se ahogaron. Otros trataban de ponerse a salvo a nado.

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Los refugiados (guerreros presuntamente desarmados y sus familias) debían presentarse ante unos funcionarios imperiales para que les tomaran la filiación. Sin embargo, se concentró tanta gente que los escribas no dieron abasto y el ejército cerró la frontera. De repente, los soldados que habían ayudado a los godos a pasar el Danubio recibieron una contraorden: debían contener a los que venían detrás.

Fue como poner puertas al campo, porque los sin papeles (como denominaría la prensa de hoy a los godos) no estaban dispuestos a volver a sus territorios asolados por los hunos.

El imperio no encontraba la forma de resolver aquel dilema. Abogaba oficialmente por la integración de las tribus, porque ello beneficiaba a la economía y aportaba savia nueva a su sociedad (los godos ya estaban en el ejército romano y en tareas domésticas como esclavos).

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Pero ¿cómo llevar a la práctica esa política de acogida? El dilema provocó enormes contradicciones. Varios mandos militares fueron castigados por tratar expeditivamente a los inmigrantes ilegales que intentaban atravesar el Danubio a toda costa.

A los refugiados que lograron entrar legalmente no les fue mucho mejor. Los confinaron en campamentos y acabaron siendo rechazados por la desconfiada población nativa. Fueron víctimas de las corruptelas del ejército, que especuló con sus raciones de alimentos. Cuando los godos, liderados por Fritigerno, se hartaron, se levantaron en armas y saquearon Tracia durante dos años. El 9 de agosto del año 378 derrotaron a las legiones a las puertas de Adrianópolis. El emperador Valente posiblemente recibió un flechazo y su cadáver jamás apareció.

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El destino de Europa se decidió en ese instante (expresado de una forma esquemática). El emperador Teodosio, sucesor de Valente, llegó a un pacto con los godos para integrarlos en la milicia. La defensa del imperio pasó virtualmente a sus manos y no tardó en surgir una facción contraria a la inmigración. La ciudad de Roma sería saqueada en los años 410 (por los godos) y 455 (por los vándalos). A Rómulo Augusto, el último emperador de Occidente, lo destronaron en 476 sin que ello causara mucho revuelo en su momento. Así comenzaba el largo camino a la Edad Media.

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