El cineasta Koldo Almandoz comparaba ayer en la radio la campaña electoral de Estados Unidos con una disciplina pseudodeportiva genuinamente americana: el pressing catch. Aunque todos sepan que la lucha libre es un formato de simulación y que los guantazos son puro teatro, hay una ... voluntad que los (¿nos?) lleva a querer creer, a disfrutar con ello. Y, finalmente, llegó el neologismo facilón: trumpazo. No quisimos ver las señales, pero la afonía del final de campaña de Hillary Clinton vaticinaba el desgaste. El cambio de ciclo pesa en Estados Unidos más que los propios candidatos, y las dotes de comunicación cuentan más que la experiencia política, independientemente de aquello que uno desee comunicar. Los americanos aman, más que nada, empezar de cero o hacerse ilusiones de que lo hacen, y Hillary tenía una hoja de servicio demasiado abigarrada y llena de tachones. El péndulo del ciclo arrastra y se impone. «Rompan el juguete y empiecen de nuevo», ése parece ser el mensaje. La incógnita es si el sistema de garantías aguantará la deriva de Trump y si éste conseguirá desmantelar la frágil urdimbre progresista tejida por Obama.

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El triunfo de Donald Trump representa, ante todo, la victoria definitiva de la telerrealidad frente a la vida real. El pueblo americano, cuya mayor aportación a la historia de la filosofía es una candidez blindada que va aparejada a un pragmatismo envuelto en una noción del espectáculo muy autoconsciente, reacciona siempre con desconfianza ante lo que Europa le desea («Si es bueno para Europa, no lo es tanto para nosotros»). Lo mismo sucede con los artistas y los escritores; generan recelo («Mal nos irá si los intelectuales lo ven conveniente»). Siendo como ha sido Estados Unidos durante décadas el espejo deformante y oracular donde Europa ha tratado de entrever su futuro, llama la atención que ahora nos llevemos las manos a la cabeza en vez de sonrojarnos para hacernos mirar nuestras no tan lejanas raciones de Berlusconi, nuestras corruptelas endémicas y el ritornello de nuestros neofascismos incipientes. «¿Una verja en la frontera de México, ¡no, por Dios!». Aquí no haría falta, para eso tenemos el Mediterráneo de por medio.

Un candidato que preguntado respecto a su lista de libros favoritos cita su propia autobiografía como «el segundo libro que más ha influenciado mi vida, después de la Biblia» no puede ser sino un narcisista patológico, pero dudo que nadie consiga llegar a presidente de EEUU sin serlo. Le tacharon de matón, rudo y maleducado. Sin embargo, irónicamente, ayer fue Clinton quien no tuvo la presencia de ánimo y la elegancia suficientes de reconocer a tiempo real su derrota. Que un energúmeno como Donald Trump, macho alfa exacerbado, un candidato abiertamente racista, misógino e impredecible, llegue a la Casa Blanca sólo cabe entenderse gracias a lo que el escritor Edmund White llamaba con acierto «su trágica espontaneidad». He ahí lo genuino, pensaron muchos americanos, perdonándole todo a cambio de un espejismo brand new que evoca la quimera de una nueva Era Reagan.

Tras los fiascos del Brexit y el referéndum colombiano, todos nos lanzamos al cuello de los encuestadores, pero es la actitud de los encuestados la que nos brinda la verdadera lección sobre el género humano: lo que nos da seguridad para exorcizar nuestros miedos y complejos, es también, paradojas de la vida, lo que nos avergüenza en lo más íntimo.

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Imposible no recordar La conjura contra América de Philip Roth, donde el escritor americano planteaba la hipótesis distópica de un presidente simpatizante de los nazis. Caution! Entramos en Zona Trump. La distopía es él y ha llegado a nuestras pantallas.

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