El precandidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump.

¿Dónde están los moderados?

Estados Unidos es un ejemplo de cómo la desigualdad y la polarización política acaban pasando factura

Javier Muñoz

Domingo, 27 de diciembre 2015, 01:59

Desde hace años son corrientes los libros que alertan sobre el deterioro de la democracia no sólo en los países en desarrollo, sino en Europa occidental y Estados Unidos. Los ingredientes de ese retroceso son la desigualdad social y la polarización política, fenómenos que se ... alimentan entre sí y que, desde la Antigüedad clásica hasta los años treinta del siglo pasado, nunca han traído nada bueno.

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La experiencia sugiere que el futuro será convulso si el mundo continúa sacudido por una crisis financiera de largo recorrido y por una revolución tecnológica que están provocando desempleo, grandes masas de ciudadanos endeudados y un trasvase de riqueza desde las clases medias a las más ricas.

De ese problema se ocupa un reciente artículo publicado por Christopher Hare y Keith T. Poole en el último número de La Vanguardia Dossier. Docentes de las universidades de California, Davis, y de Georgia, respectivamente, ambos analizan la evolución democrática de su país, donde estos días campa a sus anchas el candidato a la nominación republicana Donald Trump, un personaje en cierto modo es producto de la dispar distribución de la riqueza (en Estados Unidos los salarios reales están congelados desde hace 35 años, y el 1% de la sociedad concentra el 90% de los beneficios de la recuperación económica). Con tal pérdida de poder adquisitivo y la irritación que causa no es de extrañar que se haya recrudecido el populismo, tan viejo como las demandas de cancelación de las deudas que marcaron las guerras civiles entre populares y aristócratas en la República de Roma.

Hare y Poole no son tan alarmistas. No creen que las instituciones estadounidenses corran peligro. Pero sí constatan que el juego que protagonizan los partidos demócrata y republicano está atascado. Ello perjudica a los ciudadanos en general, porque impide afrontar necesidades del país como el gasto social y la renovación de los transportes, y ha generado un enfrentamiento sobre el presupuesto de defensa justo cuando la estabilidad de Oriente Medio se ha venido abajo.

El origen de esa situación, según Hare y Poole, es que la sociedad estadounidense se ha radicalizado políticamente desde los años sesenta. Los perfiles de los demócratas y republicanos se han ido simplificando y hoy es casi imposible encontrar a un político moderado en Estados Unidos.

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El inicio de ese proceso se situaría en 1964, un año después del asesinato de Kennedy, cuando las leyes contra la segregación racial rompieron el sistema de coaliciones entre las tres opciones políticas que había en Estados Unidos; los republicanos, por un lado, y los demócratas del norte y del sur, progresistas los primeros y conservadores los segundos.

En 1964, los demócratas del norte obtuvieron mayoría en el Congreso, y para poner en marcha reformas sociales y programas redistributivos, ya no necesitaron el apoyo de los demócratas sureños. El resultado fue la laminación de estos últimos, ya que los blancos conservadores del sur se fueron pasando a los republicanos. Cuestiones como la marginación de la población negra, la pobreza y los impuestos se empezaron a discutir entre republicanos conservadores y demócratas liberales sin más, dos etiquetas cada vez más homogéneas. Los moderados se han ido y nos hemos encontrado con un Congreso de Estados Unidos polarizado y unidimensional, constatan Hare y Poole.

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Para llegar a ese escenario ha habido que recorrer un largo camino. En tiempos de Ronald Reagan, todavía cerca de la mitad de los miembros del Congreso podían ser definidos como moderados, y ello permitió al presidente republicano, el padre de la revolución conservadora, bajar los impuestos en 1981, subirlos al año siguiente y hacer unas cuantas cosas más. Gestionar la Seguridad Social (la Comisión

Greenspan) en 1983 y aprobar una reforma migratoria (que incluía la amnistía), además de una importante simplificación tributaria en 1986, escriben Hare y Poole.

Ambos autores recuerdan que, en el siglo XXI, los presidentes George W. Bush y Barack Obama se han movido en una sociedad crecientemente escindida y han acaparado más poder. La Casa Blanca -opinan- se acerca a la forma imperial ya observada por última vez durante la presidencia de Richard Nixon a principios de los años setenta. Una tendencia que se truncó con el caso Watergate. No es fácil vaticinar lo que ocurrirá en adelante, pero Hare y Poole no descartan que se reproduzcan la violencia y los disturbios que marcaron la política durante la década de 1960 en tiempos de la guerra de Vietnam.

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De producirse ese estallido, ¿lo abordará un presidente imperial, un estadista fuerte al frente de una sociedad desigual? De momento, el centro político está de capa caída, como si fuera el sueño nostálgico de una generación de políticos pasados de moda. Y eso pasa factura.

La experiencia sugiere que el futuro será convulso si el mundo continúa sacudido por una crisis financiera de largo recorrido y por una revolución tecnológica que están provocando desempleo, grandes masas de ciudadanos endeudados y un trasvase de riqueza desde las clases medias a las más ricas.

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De ese problema se ocupa un reciente artículo publicado por Christopher Hare y Keith T. Poole en el último número de La Vanguardia Dossier. Docentes de las universidades de California, Davis, y de Georgia, respectivamente, ambos analizan la evolución democrática de su país, donde estos días campa a sus anchas el candidato a la nominación republicana Donald Trump, un personaje en cierto modo es producto de la dispar distribución de la riqueza (en Estados Unidos los salarios reales están congelados desde hace 35 años, y el 1% de la sociedad concentra el 90% de los beneficios de la recuperación económica). Con tal pérdida de poder adquisitivo y la irritación que causa no es de extrañar que se haya recrudecido el populismo, tan viejo como las proclamas basadas en la cancelación de las deudas que marcaron las guerras civiles de la República de Roma, desórdenes que fueron la antesala del Imperio.

Hare y Poole no son tan alarmistas. No creen que las instituciones estadounidenses corran peligro. Pero sí constatan que el juego que protagonizan los partidos demócrata y republicano está atascado. Ello perjudica a los ciudadanos en general, porque impide afrontar necesidades del país como el gasto social y la renovación de los transportes, y ha generado un enfrentamiento sobre el presupuesto de defensa justo cuando la estabilidad de Oriente Medio se ha venido abajo.

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Al identificar las causas de esa situación, Hare y Poole explican que la sociedad estadounidense se ha radicalizado políticamente desde los años sesenta. Los perfiles de los demócratas y republicanos se han ido simplificando y hoy es casi imposible encontrar a un político moderado en Estados Unidos.

El inicio de ese proceso se situaría en 1964, al año siguiente del asesinato de Kennedy. La Ley de Derechos Civiles que ponía legalmente fin a la segregación racial rompió el sistema de tres partidos que había en Estados Unidos; el de los republicanos, por un lado, y los demócratas del norte y del sur, progresistas los primeros y conservadores los segundos. A partir de ese momento, para poner en marcha reformas sociales y programas redistributivos, los demócratas del norte ya no necesitaron el apoyo de los estados sureños, y el resultado fue la laminación de los demócratas del sur. La marginación de la población negra, la pobreza y los impuestos se empezaron a discutir entre republicanos y demócratas sin más, dos etiquetas cada vez más homogéneas. Los moderados se han ido y nos hemos encontrado con un Congreso de Estados Unidos polarizado y unidimensional, constatan Hare y Poole.

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Para llegar a ese escenario ha habido que recorrer un largo camino. En tiempos de Ronald Reagan, todavía cerca de la mitad de los miembros del Congreso podían ser definidos como moderados, y ello permitió al presidente republicano, el padre de la revolución conservadora, bajar los impuestos en 1981, subirlos al año siguiente y hacer unas cuantas cosas más. estionar la Seguridad Social (la Comisión

Greenspan) en 1983 y aprobar una reforma migratoria (que incluía la amnistía), además de una importante simplificación tributaria en 1986, escriben Hare y Poole.

Ambos autores recuerdan que, en el siglo XXI, los presidentes George W. Bush y Barack Obama se han movido en una sociedad crecientemente escindida y han acaparado más poder. La Casa Blanca -opinan- se acerca a la forma imperial ya observada por última vez durante la presidencia de Richard Nixon a principios de los años setenta. Una tendencia que se truncó con el caso Watergate. No es fácil vaticinar lo que ocurrirá en adelante, pero Hare y Poole no descartan que se reproduzcan la violencia y los disturbios que marcaron la política durante la década de 1960 en tiempos de la guerra de Vietnam.

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De producirse ese estallido, ¿lo abordará un presidente imperial, un estadista fuerte al frente de una sociedad desigual? De momento, el centro político está de capa caída, como si fuera el sueño nostálgico de una generación de políticos pasados de moda. Y eso pasa factura.

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