El día en el que los intelectuales rompieron con el castrismo

La obligada 'autoinculpación' del poeta Heberto Padilla en 1971 por sus críticas a la revolución disparó las críticas de la intelectualidad mundial, hasta ese momento fascinada por Castro

César Coca

Sábado, 26 de noviembre 2016, 13:07

El divorcio entre la intelectualidad de izquierdas y la Revolución cubana se fraguó a las nueve de la noche del 27 de abril de 1971, en el salón de actos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), en La Habana. Allí, medio ... centenar de personas sentadas en sillas alineadas alrededor de una cámara de cine, bajo el calor de los focos y en presencia de una pequeña delegación de periodistas de la agencia Prensa Cubana, asistieron a la autoinculpación del escritor Heberto Padilla, que confesó su «desafecto» por la Revolución. La confesión sonó sospechosamente parecida a las que muchos intelectuales de la Unión Soviética habían hecho en los años treinta ante tribunales revolucionarios después de pasar unos días en la Lubianka, la siniestra cárcel del centro de Moscú.

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Padilla había salido de prisión unas horas antes, pero sus problemas con el Gobierno de Castro venían de más atrás. El primer indicio de que lo que escribía empezaba a no gustar a las autoridades cubanas se produjo en 1968, cuando el jurado del premio de poesía Julián del Casal recibió la «sugerencia» de no galardonar a Padilla, pese a que la obra que había presentado era la mejor. Nicolás Guillén, que presidía la Uneac, jugó un papel bastante miserable para alguien de su talla literaria e intelectual, haciendo de correveidile de los comisarios políticos y mandando recados a los miembros del jurado. Finalmente Padilla ganó el premio y su trabajo fue editado como decían las bases, aunque apenas si circuló por las librerías.

El poeta estaba ya en la lista negra y el expediente con sus «traiciones» al régimen empezó a engordar. En 1971, unas horas después de haber mantenido una conversación con el también escritor Jorge Edwards, embajador de Chile nombrado por alguien tan poco sospechoso de estar al servicio de Estados Unidos como Salvador Allende, fue detenido. La Policía había grabado la conversación entre ambos escritores, en la que se habían vertido algunas críticas, a decir verdad no especialmente ácidas, sobre el Gobierno de Castro.

Poeta disidente en libertad

El encarcelamiento de Padilla (a Edwards lo invitaron a irse) fue un toque de atención muy claro para los intelectuales que habían apoyado con entusiasmo la Revolución y habían mirado para otro lado cuando a partir de mediados de los sesenta se inició la represión de los críticos con el régimen. El 9 de abril, el diario francés 'Le Monde' publicaba una carta firmada por lo mejor de la intelectualidad europea y latinoamericana: de Simone de Beauvoir a Calvino, pasando por Jean Daniel, Cortázar, García Márquez, Duras, Enzensberger, Fuentes, Juan y Luis Goytisolo, Sartre, Paz, Vargas Llosa, Moravia, Claudín, etc.

Los firmantes, «solidarios con los principios y objetivos de la Revolución Cubana» expresan a Castro su preocupación por el arresto de Padilla. «El uso de medidas represivas contra intelectuales y escritores quienes han ejercido el derecho de crítica dentro de la Revolución puede únicamente tener repercusiones sumamente negativas entre las fuerzas anti-imperialistas del mundo entero», decían. Y terminaban reafirmándose en su «solidaridad» con los principios de la Revolución.

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El poeta disidente fue puesto en libertad, pero horas más tarde, en presencia de un grupo de intelectuales entre los que figuraban varios sospechosos de «deslealtad» con el régimen, hizo una autoinculpación que no fue más que la representación pública de una confesión enviada dos días antes a Castro. Ante la mirada incrédula de muchos de los asistentes, Padilla confesó «haber cometido errores imperdonables. Yo he difamado -dijo-, he injuriado constantemente la Revolución, con cubanos y extranjeros». De paso, citó a algunos amigos suyos, cubriéndolos de esa forma con el manto de la sospecha.

La ruptura definitiva

A Padilla no le quedaba otra opción que abandonar el país. Castro autorizó su salida y el poeta emigró a Estados Unidos. Pero eso no bastó a los críticos. Los intelectuales que habían enviado la carta días antes entendieron que la confesión de Padilla era un aviso a navegantes. Su patética carta, recitada luego en público como si fuera un actor en horas bajas, desvelaba con claridad que el Gobierno de La Habana no estaba dispuesto a tolerar críticas. La segunda carta de protesta, dirigida también a Castro, no tenía el tono conciliador de la primera. Empezaba con una frase rotunda: «Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera». El texto, de sólo tres párrafos, es de una contundencia singular porque desde la autoridad moral de su apoyo inequívoco a la Revolución, exhortan (es justamente el verbo utilizado) al comandante en jefe a evitar «el oscurantismo dogmático, la xenofobia cultural y el sistema represivo que impuso el stalinismo en los países socialistas». También califican el acto en la Uneac de «desprecio a la dignidad humana».

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Esta carta sumó muchos más firmantes que la primera (Marsé, Sontag, Valente, Pasolini y otros se añadieron a la lista) pero también hubo ausencias. Es el caso de García Márquez y Cortázar, por ejemplo. El primero antepuso la amistad a otras consideraciones y guardó silencio; el segundo envió una ambigua nota a Haydée Santamaría, directora de Casa de las Américas, donde critica y elogia de tal manera que no se sabe si está a favor o en contra.

Pese a esas excepciones, el divorcio era un hecho. El mito de la Revolución dejaba de serlo para los intelectuales. El imperialismo de EE UU merecía su desprecio, pero Cuba ya no era un refugio. En España hubo también reacciones. José Ángel Valente publicó un lúcido análisis en 'Triunfo', en el que decía que «la acumulación de opciones políticamente regresivas ha ido deformando la imagen de la Revolución cubana en beneficio de un esquema, cada vez más visible, de sociedad represiva». Valente parecía contestar a una carta de Alfonso Sastre, quien manifestaba «una cierta vergüenza y una pizquita de cólera» por lo que decía el amplio grupo de intelectuales, a quienes acusa también de «cierto anticomunismo vulgar y un grave desdén de la psicología». Es más, su texto le parecía «ligero, puerilmente colérico e irresponsable». A estas alturas, es evidente que cada uno quedó nítidamente retratado en aquel momento histórico de la ruptura. La Historia no absolverá a todos.

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