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Carlos Benito
Viernes, 13 de noviembre 2015, 02:42
Tal vez no tenga sentido ordenar en un ránking los momentos menos honrosos de la historia de España, pero está claro que mañana se cumplen cuarenta años de uno de ellos. El 14 de noviembre de 1975, seis días antes de la muerte del dictador, ... se firmaron los llamados Acuerdos de Madrid, un documento ajeno a la legalidad internacional por el que el régimen franquista dejaba el Sáhara en manos de Marruecos y Mauritania. En aquella 'declaración de principios', España se comprometía a poner punto final a su presencia en el territorio, es decir, servía en bandeja a los dos países africanos lo que hasta aquel momento había sido una de sus provincias. Traicionaba así sus propios compromisos con la ONU, que la reconocía -y, estrictamente, todavía hoy la reconoce- como 'potencia administradora' del Sáhara Occidental, y traicionaba también a sus propios ciudadanos: los saharauis de 2015 siguen arrastrando las durísimas secuelas de aquella súbita desbandada. «España es la responsable de la situación», resumía hace unos días Abdelkader Taleb Omar, primer ministro de la República Árabe Saharaui Democrática.
En aquel otoño de hace cuarenta años, los acontecimientos se habían desarrollado de una manera que, vista desde la actualidad, se antoja precipitada y desconcertante. España había confirmado en 1974 que organizaría el referéndum de autodeterminación al que le obligaban sus deberes internacionales, una perspectiva que había llevado a Marruecos a elevar el tono de sus reclamaciones sobre el territorio. El rey Hasán II contaba con el apoyo de Francia y EE UU, que daban por hecho que un Sáhara independiente, pilotado por el Frente Polisario, escoraría de manera inevitable hacia las posturas prosoviéticas de la vecina Argelia. Los marroquíes acudieron al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, sin importarles gran cosa lo que resolviese: la corte concluyó que el país norteafricano no tenía ningún derecho de soberanía sobre los territorios del Sáhara Occidental, pero Hasán hizo como que entendía justo lo contrario.
Horas después del dictamen, el 16 de octubre de 1975, el soberano alauí anunció la Marcha Verde, que llevaría a una muchedumbre marroquí a internarse en la provincia española. El 28 de octubre, Franco entró en la recta final de su enfermedad y el futuro rey Juan Carlos asumió la jefatura del Estado, unas funciones que le llevarían a visitar El Aaiún días después: allí, en un discurso ante medio millar de oficiales y suboficiales, el príncipe reafirmó su intención de «proteger» los «legítimos derechos de la población saharaui». El 6 de noviembre, se produjo por fin la marcha convocada por Hasán, con 350.000 'peregrinos' y casi 8.000 camiones, en un vistoso despliegue que tuvo reflejo en toda la prensa mundial. En una especie de coreografía militar, el Ejército español había establecido una 'línea disuasoria' a diez kilómetros de la frontera, pero la comitiva se detuvo antes de alcanzarla, permaneció allí unos días y, después, regresó por donde había venido. En realidad, para entonces, los políticos ya lo habían apalabrado todo.
«Yo creo que hubo una mezcla de nerviosismo, inestabilidad e ineficacia. La negociación importante tuvo lugar sin jefe del Estado, con Franco fuera de juego. La clase política estaba nerviosa por la crisis de sucesión, con la muerte de Carrero y la situación de Franco. Había inestabilidad, porque esa clase política estaba dividida, con ataques al Gobierno que nunca se habían visto. Y hubo ineficacia, porque no hablamos de cualquier cosa: existía una responsabilidad con los habitantes del territorio, pero además era importante en términos estratégicos, culturales y económicos. ¡Fue un regalazo!», resume José Luis Rodríguez Jiménez, profesor de la Universidad Rey Juan Carlos, que analiza los acontecimientos en un volumen recién publicado, 'Agonía, traición, huida'. El experto considera que el riesgo de guerra «era escaso, porque España tenía una superioridad militar aplastante», y señala quiénes se salvan del reproche por aquella actuación: «Nuestros diplomáticos hicieron un trabajo extraordinario: en Nueva York, ante Naciones Unidas. En la clase política había sectores en desacuerdo. Y, por supuesto, había militares contrarios: unos, porque eran africanistas y estaban contentos de vivir allí con sus familias; otros, porque consideraban que España estaba faltando a su palabra; y, en tercer lugar, los había indignados por las provocaciones marroquíes»
Los Acuerdos de Madrid pusieron fin a casi un siglo de presencia española. La 'Operación Golondrina' evacuó de manera forzosa y eficaz a los civiles no saharauis y, el 12 de enero de 1976, partieron del aeropuerto de Villa Cisneros 'los últimos del Sáhara', un grupo de diez militares que llevaban consigo la bandera recién arriada. La retirada española, que tantos soldados consideraron humillante e indigna, fue el desencadenante de la situación actual: 165.000 saharauis malviven en los campos de refugiados de la región argelina de Tinduf. Desde el alto el fuego con Marruecos, hace ya veinticuatro años, una misión de la ONU tiene la encomienda de organizar el referéndum eternamente postergado. «Es el último problema sin resolver de los creados por el franquismo», ha explicado estos días a la agencia Efe el ministro saharaui de Cooperación, Brahim Mojtar.
Gol de Maradona
La huella española cada vez es más difícil de discernir en El Aaiún. Queda la iglesia de San Francisco de Asís, que hoy atiende sobre todo a los protestantes de la misión internacional; queda el colegio La Paz, que ha pasado de los mil alumnos de su época de esplendor a la treintena de ahora, y quedan las instalaciones del antiguo Casino, donde el príncipe Juan Carlos pronunció su discurso, que hoy alberga la Depositaría de los Bienes del Estado Español. Ya no se producen las anheladas visitas mensuales del pagador militar con su maleta atestada de billetes, porque los 1.330 saharauis con pensión del Ejército español reciben los pagos por transferencia.
El 40º aniversario ha propiciado una nueva exhibición de poder marroquí, como un eco lejano de aquella Marcha Verde que recordamos en blanco y negro. La semana pasada, El Aaiún se forró de banderas y recibió a vociferantes convoyes que daban vivas al rey Mohamed. Las celebraciones han tenido dos protagonistas. Por un lado, Diego Armando Maradona, que jugó veinte minutos en un partido de viejas glorias organizado para conmemorar la efeméride: no dijo ni palabra sobre los saharauis, pero marcó un gol. El otro ha sido el propio Mohamed VI, que el pasado fin de semana visitó la región, conocida oficialmente como 'provincias del sur', y se dedicó a anunciar proyectos: una autopista costera hasta Agadir, un puerto atlántico en Dajla (la antigua Villa Cisneros), una línea férrea, teatros, museos, casas de cultura... También dejó claro que no ampliará el plan de autonomía presentado en 2007: «Marruecos rechazará cualquier aventura de resultado incierto».
La ONU ha exigido que se pongan en marcha «verdaderas negociaciones», ya que ve la situación «cada vez más alarmante», y los líderes saharauis alertan sobre la posibilidad de retomar las armas, una demanda que plantean sobre todo los más jóvenes, hartos ya de ese exilio interminable que les ha impedido conocer su tierra. «La intención del Polisario es intentar por todos los medios exigir paciencia, esperar a que la mediación de la ONU llegue a un final -ha explicado el primer ministro-, pero ellos ven que esto no conduce a ningún resultado».
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