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Javier Reino
Martes, 2 de mayo 2017, 02:13
Es sábado por la noche y el paseo está casi desierto. El escaso ruido lo hacen dos patrullas militares ocho soldados en total que recorren ... juntas la acera de arriba abajo. Llevan traje de campaña, metralletas y el casco colgado en la cintura o en la pechera. Algunas personan fuman en las sillas alineadas frente al mar y en la playa de cantos grandes y grises hay una pareja besándose.
Al otro lado del paseo se alinean hoteles míticos Le Meridien, Le Royal, el Palais Mediterranée con su impresionante fachada art déco, el Negresco con su cúpula negra y su dignidad de vieja gloria.... Desde sus ventanas puede divisarse la bella estampa nocturna del paseo. Pero no el mar, que a esta hora es de un negro impenetrable. En los bajos hay restaurantes de lujo que ofrecen lo mejor de la cocina provenzal y ribereña... y un McDonalds. En la noche primaveral en el paseo de los Ingleses podía oler a mar, pero huele a carne asada.
Nada, pese a ser un sábado, permite evocar el ambiente de aquella cálida noche del 14 de julio del año pasado. Era jueves. Pero, sobre todo, era la Fiesta Nacional francesa. Y en el paseo de los Ingleses de Niza una muchedumbre se agolpaba para disfrutar del castillo de fuegos artificiales con el que, como en casi todas las localidades del país, se rememora la toma de la Bastilla.
Hasta que un soldado del califato burló a la Policía, y al volante de un camión supuestamente de helados fue barriendo cuanto pillaba a su paso: 84 muertos en el primer recuento; alguno más en los días posteriores. Niza, la perla del Mediterráneo, el corazón de la Costa Azul, del glamour, de la buena vida, es desde entonces la ciudad mártir.
A la Francia que unos meses antes se había estremecido con el asalto a la discoteca parisina Bataclan volvió a encogérsele el alma.
«¿Miedo? La gente se quedó abatida, sin poder ni hablar. Pero todos hemos seguido haciendo lo mismo y la ciudad vuelve a ser la que era, poco a poco. Si nos entra el miedo, entonces sí nos han ganado la guerra». André, taxista, ha podido medir desde su puesto los efectos de aquella tragedia en el sector del turismo, del que vive buena parte de los nizardos: «Creo que hay menos orientales, pero es primavera y empieza ya a venir mucha gente. En verano será como cualquier otro año, seguro».
El pronóstico optimista es compartido por Stephen Pastor, subdirector de un céntrico hotel: «Está claro que remontamos».
Si durante muchos años la pregunta más repetida en Estados Unidos era «¿dónde estaba usted cuando mataron a Kennedy?», en Niza muchos se cruzaron durante meses la pregunta sobre el paradero en la trágica noche del Quatorze Juillet.
Karina, una camarera de origen magrebí, estaba en el mismísimo Paseo de los Ingleses. Pero se niega en redondo a hablar de ello: «No quiero recordarlo». «Pero qué sentimiento le provoca, temor, odio...». «No quiero hablar de ello y punto».
Más locuaz es Lucia, una italiana que atiende un curioso restaurante del Paseo llamado Bellota House. «Estaba en la cocina y me alarmó el estruendo. Salí y una avalancha de unas doscientas personas invadió el restaurante. ¡Doscientas personas en tan minúsculo local! Huían de la matanza que ya se había consumado en el exterior. «Una entró con un balazo en un costado». «¿Un disparo del terrorista?». «O de la policía, quién sabe...». Hubo gente que se echó a la playa e incluso quien fue rescatado del mar.
«Nunca olvidaré aquello. Yo estaba en mi casa y fui avisado para entrar en servicio. Me enviaron directamente a la Promenade. Ya había pasado todo y lo que me encontré allí era espeluznante». Christoph Djerrah es policía y ahora está destinado en la Casa de Acogida a las Víctimas, un organismo municipal creado antes de la masacre para atender a víctimas de todo tipo de violencia incluida la doméstica.
Pese a que hay allí varios funcionarios chocamos con la desesperante burocracia francesa. Nadie habla si no tiene permiso del concejal responsable y este no da permiso si no se le ha pedido por escrito...
Niza, la perla del Mediterráneo, el corazón de la Riviera, es ahora la ciudad mártir (aunque su martirio va muy por detrás de París en número de víctimas). Y, a la vez, la mayor cantera de terroristas islámicos de Francia.
La yihad, cuestión personal
La basílica de Nuestra Señora de la Asunción, a la que algunos llaman impropiamente catedral, tiene su fachada principal en la avenida Jean Médecin, la gran arteria comercial de Niza, por donde circula el tranvía estrenado hace menos de diez años. Pero por las calles de la trasera del templo da la impresión de que no ha pasado un cristiano desde los tiempos de Juana de Arco.
En la propia plaza de Notre Dame, en las callejuelas que van a parar a ella todas con nombre de país se ven corrillos de hombres charlando y mujeres que andan a paso ligero con sus recados. En la calle de Suiza hay una lonja en la que pone en francés Sala de Oración. Para entrar es obligado quitarse el calzado y los calcetines. Pero la mayoría solo atiende al primer mandamiento. Y así lo hacemos también nosotros. Dentro de la lonja el dibujo de la moqueta indica la dirección de La Meca. En la sala que hay al fondo un hombre predica y una veintena mira para el predicador. Unos le escuchan y otros rezan por su cuenta.
Uno de ellos se levanta al ver que nosotros ni atendemos al predicador ni rezamos por nuestra cuenta. «Quisiera hablar con el imán...». Cuando este llega se niega a hablar con nosotros escudándose en que no sabe francés. Nuestro intermediario, quizá para compensarnos, se presta a la conversación. «¿Es la convivencia más difícil ahora?». Duda, sonríe y al final se sincera: «Sí, las cosas están peor». «¿Qué le parece la guerra santa?». «No me gusta la violencia, pero eso lo decide cada persona». Un liberal.
Francia es un país acuchillado por líneas de tren de alta velocidad. Lo permite un terreno casi llano excepto en sus límites este y sur, los Alpes y los Pirineos y solo alterado en el interior por el Macizo Central. La SNCF, la renfe francesa, gozaba de protección para su negocio hasta que un ministro de nombre Emmanuel Macron liberalizó el sector del autobús y al calor de su ley nacieron líneas interurbanas que ahora se conocen como los autobuses Macron. El que puede ser presidente el lunes que viene ya tiene una tarea reconocida con su nombre para la historia.
El viaje de Lyon a Niza en tren de alta velocidad dura cuatro horas y media; en un autobús Macron, siete y media. Pero el tren cuesta unos 90 euros y el bus menos de 20. Los autocares son cómodos y modernos y los de vrias de las nuevas compañías han salido de la factoría Irizar.
Dos parejas de la tercera edad han reservado asientos enfrentados y se les pasa el viaje volando gracias a la baraja. Detrás, un hombre con apariencia de latin lover va leyendo en su tableta Historia de la locura... de Foucault y escuchando con su móvil a Schoenberg, que no es un compositor fácil. Las apariencias engañan.
Al llegar a Tolón aparece el mar y el paisaje se puebla de pinos. Es el Mediterreáneo con su luz cegadora, incluso en la tarde nubosa.
A la mañana siguiente, en el mercado de flores de Saleya, no hay rastro de la Francia de la mantequilla y estalla la del aceite de oliva. Las aceitunas, los ajos, las sardinas...
Un establecimiento de nombre El Merkado anuncia tapas. ¿Habla español? «No, ¿qué quiere?», contesta malencarado el tabernero en francés. Queríamos saber qué tapas gustan en Niza, pero por lo visto de El Merkado no gusta ninguna, porque está vacío a la misma hora que otros locales de la parte vieja revientan.
Cerca de la estación -y por tanto lejos de la zona de playa- Thierry, un catalán francés, de Perpiñán, regenta Chez Mireille. Sesenta años dando solo paella y llenando sus cinco mesas a diario. El local, se entiende, del que Thierry es su tercer propietario. «¿Quiere un vaso de mi sangría?». Está rica y nada dulzona, al revés que en otros bares de Francia. «La hace mi mujer con vino de Rioja». Bien hecho.
La brecha se ha ahondado. La población de Niza es marcadamente conservadora, hasta el punto de que aquí las huestes del Frente Nacional son más fieles a Marion Maréchal-Le Pen que a su tía Marine. Marion añade a la ideología ultranacionalista xenófoba y euroescéptica del partido un punto de integrismo católico en el que la candidata Marine no entra. Lo cierto es que Le Pen, que barrió en la región, no pudo con el conservador (y católico) Fillon en Niza ni en su departamento de los Alpes Marítimos. ¿Para quién irán esos votos el día 7?
Apartamento con balcón
El Paseo de los Ingleses tiene por la mañana un aspecto muy diferente al de la noche anterior. La gente sale a disfrutar de la brisa marina y el suave calor primaveral. Es fácil distinguir turistas de residentes. Entre quienes entran y salen de los portales, muchas de ellas visten al estilo de Carmen Lomana... y muchos de ellos al de Arturo Fernández (con su pañuelito y tal...).
Ser vecino de esa gente tiene su precio. Un apartamento de dos habitaciones con balcón al mar cuesta 1,1 millones de euros, según el anuncio con foto que muestra una inmobiliaria. Hay otro en la vecindad con una terraza de 66 metros cuadrados, pero este se va ya a 1,6 millones.
Y puede compartir con ellos una consumición en la cafetería del Negresco. Un café viennoise, 8 euros; una copa de armañac, unos 40, según la marca.
¿Qué hace de Niza la capital de la Costa Azul, teniendo como competencia a Cannes, Antibes, St.-Tropez... hasta Mónaco?
«Niza vuelve a ser el hotelero el que habla tiene, además de sus atractivos turísticos, una vida social y cultural que cubre todo el año, no solo el verano como en esas otras ciudades. Y es más barato que Montecarlo, desde luego».
¿Y a qué se debe esa ligera diferencia ideológica, más abierta, de los nizardos? «A la media de edad, más joven. A la gente que trabaja en los comercios y en las nuevas empresas y laboratorios que se han instalado aquí».
Niza, que no fue Francia hasta hace siglo y medio y lo fue gracias a un referéndum de autodeterminación con pucherazo, se repone de su herida y se prepara para otro verano. Este año no habrá fuegos en el Paseo. El Ayuntamiento impuso un año de luto.
«Yo no habría ido de ninguna manera. No me gustan las aglomeraciones», dice Chantal, retirada en este oasis después de toda una vida dedicada a la enseñanza y viuda. Chantal apaga su cigarro, coge su periódico y se vuelve a casa en bici. Eterna Francia...
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