Al leer a articulistas que apuestan por no dar ninguna respuesta militar a los ataques del 13-N en París, de elevado coste en vidas y gran impacto mediático, con el argumento de que la respuesta militar lejos de afectar al promotor de los atentados, ... el autodenominado Estado Islámico (EI), va a fortalecerlo, siento una instintiva afinidad con ese discurso, más por mi aversión a la violencia armada que por un razonamiento informado, pues, si lo racionalizo, disiento de esa postura.
Observo en ella ingenuidad sobre la naturaleza de los grupos que utilizan la violencia armada con fines políticos. Aquí mismo, la organización ETA no habría renunciado a la violencia si la maquinaria del Estado de Derecho no hubiera echado mano de la legislación, de los tribunales y de las fuerzas de seguridad para contenerla y, al fin, lograr su desistimiento. Con discursos de apaciguaminento sin más ETAno hubiera cejado en su empeño de imponer por la fuerza su proyecto de creación de un Estado independiente en los territorios vascos de Francia y de España. Abandonó sus actividades armadas porque fue forzada a ello; sin descartar la influencia de factores como el hartazgo psicológico de sus propios seguidores o el terrible impacto que produjeron los atentados yihadistas de los de los trenes de Atocha, en marzo de 2004.
Entiendo que la respuesta militar puede animar a los grupos que utilizan la violencia a seguir utilizándola pero, por lógica, en menor medida que si se responde a sus acciones armadas exclusivamente con una política de apaciguaminento que lo fía todo a la buena voluntad del agresor.
En Egipto, los militantes de la Yihad Islámica renunciaron públicamente a la violencia tras la reflexión realizada junto a sus jeques religiosos mientras purgaban largas condenas de privación de libertad; no fue consecuencia de una actitud concesiva del Estado ante su práctica violenta.
Los atentados de París descritos como acto de guerra calificación ampliamente compartida en Francia siguen la estela de los numerosos atentados que siguieron a los del 11-S y que tuvieron por objeto a la población civil en Bali, Bombay, Madrid, Londres, etc, ejecutados por Al-Qaida y sus diversas filiales.
El Estado Islámico germinó en el Irak invadido por los ejércitos de EE UU y Reino Unido (principales actores de la operación). El desmantelamiento del ejército iraquí y la disolución del partido Baaz, columna vertebral de la política del país desde sus existencia como Estado-nación, soliviantaron los ánimos de la comunidad suní marginada por los gobiernos del chií Nouri Al Maliki.
Al-Qaida supo aprovechar la percepción de despojamiento de sus derechos sentida por los suníes y, rápidamente, acaparó el espacio de la resistencia contra el invasor occidental; en ese contexto surgió el Estado Islámico en Irak. Pocos años depués, en 2013, la vecina Siria se hundía en una guerra de interposición y el EI se extendía a su territorio y autoproclamaba el Estado Islámico de Irak y el Sham.
Los grupos radicales violentos inspirados en la religión o el nacionalismo no cambian de ideología, cambian de táctica. Al-Qaida y el Estado Islámico abrazan el ideario del yihadismo salafista, y quien no se adhiera al mismo incurre en la apostasía, el takfir, que ellos castigan con la muerte.
Una semana después de los atentados de París, los yihadistas de Al-Qaida en el Magreb Islámico y Al Morabitun reivindicaron el asalto a un hotel de Bamako, la capital de Malí, con el ánimo de tomar a clientes y personal del hotel como rehenes. Una intervención militar contra terrorista logró desbaratar el ataque y salvar a la mayoría de los rehenes.
Ni Al-Qaida ni el Estado Islámico van a cejar en el uso de la violencia porque quienes deben velar por la seguridad de sus potenciales víctimas, gobiernos democráticamente elegidos en el caso europeo, renuncien a usar la fuerza para responder a la agresión.
El uso de la fuerza no debe ser la única respuesta, debe ir acompañada de iniciativas políticas y diplomáticas. Pero no olvidemos que la historia nos enseña que la política de apaciguamiento no funciona con entidades de carácter totalitario.
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