La pandemia nos ha desnudado. Ha puesto a la vista nuestras miserias personales y colectivas; también nuestros miedos y limitaciones, y esas habilidades que se soportaban en realidad en la facilidad y abundancia de condiciones y recursos. Una expresión de ello es la indecisión de ... nuestros gobernantes, sin excepción. El presupuesto de la administración autonómica vasca se multiplicó por ocho (considerando la inflación) en sus primeros treinta años, hasta la crisis de 2008. Eso se traduce en que, ejercicio tras ejercicio, decidir no era renunciar: se podía atender casi cualquier demanda, una y su contraria. Así debe de ser fácil gestionar.
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Más allá de la primera gran decisión, inevitable, cuando la realidad se desbordaba, aquella declaración del estado de alarma de marzo de 2020, a la que siguió la de confinar a la población, lo demás ha sido un ir y venir donde la dejación de responsabilidad de nuestros gobernantes ha primado. Los debates, vistos retrospectivamente, han sido estrafalarios. Algunos vieron al principio una conjura recentralizadora dispuesta para confiscar las competencias de las autonomías. Los mismos clamaron luego por una uniformidad general de criterios y porque el Gobierno central asumiera unas competencias excepcionales que les eximiera de la carga de la decisión impopular. Inventamos términos nuevos: del mando único a la cogobernanza. Como sucedió con aquella crisis de 2008, hubo regiones donde la autonomía les sobraba casi al completo y otras que en lugar del bicho no veían sino la guadaña jacobina.
Pero lo común ha sido escaquearse de la responsabilidad de decidir. En la política moderna se enseña que no te debes hacer cargo de medidas negativas, por muy necesarias que estas sean. De manera que se prefiere la indolencia, la procrastinación, el 'pasa tú que a mí me da la risa'. Ponen cara circunspecta, anuncian otra vez el fin del mundo y resuelven de manera grandilocuente alguna solución aparente e irrelevante. Si se comparan con lo bien que, de momento, les ha ido a los gobernantes irresponsables, los que no lo son se lo piensan dos veces antes de hacer nada: total, parece que hay algo imprevisible en todo esto que hace que el más puritano y el más frívolo acaben en algún momento presentando guarismos pandémicos semejantes. Así que para qué significarse en exceso haciendo de poli malo, cerrando bares y negocios, poniéndole hora al desenfreno juvenil o mandando a perseguir a los desobedientes. Al contrario, los gobernantes aplicados a la tesis del contagio cero son tan diferentes de nosotros, están tan en nuestras antípodas geográficas y presuntamente culturales, que cualquier ejemplo que de ellos se pueda derivar -lo mismo da la totalitaria y adocenada China que la democrática y cívica Nueva Zelanda- no sirve como tal.
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La pandemia tiene algo de invisible, lo que convierte a un dirigente responsable en algo cercano a un apocalíptico. Se han producido casi noventa mil muertes directas, pero la mayoría de nosotros conoce infectados, no tanto fallecidos, que suelen remitir a referencias más lejanas. El hecho de que los enfermos fatales se recluten en su mayoría entre personas de cierta edad o entre los debilitados previamente por otras afecciones les proporciona una cierta distancia a muchos; pareciera no ir excesivamente con ellos. De modo que el tipo de gravedad no invita a arriesgar pasar a la historia en plan Churchill y aquello de «sangre, sudor y lágrimas». Mejor ir trasegando medidas aparentes, no entrar nunca a derecho si ello afecta a demasiados intereses, invitar al otro a que asuma su responsabilidad, derivar indignado hacia el tendido las consecuencias de cualquier decisión y pasar por la crisis sin pena ni gloria, pues al fin y al cabo el bicho demostraba una capacidad, resiliencia y adaptabilidad a prueba de política. En esa situación, para qué quemarse innecesariamente y dejar un mal recuerdo por algo que bien podía cargarse a las espaldas de otro.
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