El próximo miércoles se cumplirán diez años de la muerte de Iñaki Azkuna, pero en cierto modo sigue entre nosotros, mencionado mil veces tanto en los medios de comunicación como en las conversaciones de calle y bar. Es algo que suele ocurrir, en las familias ... o en las cuadrillas de amigos, cuando fallece alguien con un carácter fuerte y singular: los demás interiorizan de alguna manera esa forma de ser y la siguen proyectando sobre la realidad, se les viene a la cabeza lo que esa persona añorada habría pensado y comentado sobre la parte de la historia que se ha perdido. Y, con razón o sin ella, miles de bilbaínos, tanto admiradores como detractores, enuncian con aplomo lo que Azkuna opinaría de esto o de aquello, porque –y esto no es tan común en un político– tienen la convicción de que lo conocían bien, muy bien.
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Otro rasgo llamativo de Iñaki Azkuna es que, al preguntar a colaboradores y a adversarios políticos por los motivos de su presencia duradera en la memoria compartida, las respuestas se podrían articular perfectamente en un discurso único. ¡Incluso coinciden en expresiones concretas, en giros que se esfuerzan en describir al personaje! Uno podría pensar que en estos diez años se ha consolidado su figura, que la posteridad ha ido haciendo su trabajo hasta completar un perfil definitivo y universal de Azkuna. Pero, en realidad, ese retrato colectivo ya estaba afianzado antes de su muerte: es curioso cómo, mientras algunos políticos tratan de limar sus aristas para acomodarse a un supuesto modelo de éxito, Azkuna logró que se entendiese y abrazase su complejidad, imposible de encajar en ningún molde.
«Es que era un animal político», resume Ibon Areso, que fue uno de sus colaboradores más cercanos en sus cuatro mandatos y asumió la abrumadora papeleta de sucederle en la Alcaldía. «Yo no he conocido en nadie más esa capacidad de empatizar y generar interés. Y también cariño, aunque podía ser hosco e incluso reñir a la gente». ¿Por qué, al cabo de diez años, que es un plazo importante en política, se le sigue teniendo tan presente? «Consiguió trascender Bilbao y visualizarlo internacionalmente. Josu Ortuondo puso en marcha el proceso de cambio y luego Iñaki supo aumentar el orgullo bilbaíno, continuó lo que se había puesto en marcha y transmitió un sentimiento de pertenencia», reflexiona Areso, que evoca también su tremenda exigencia: «No le gustaban la frivolidad política ni la mediocridad. Pero, cuando había que llevarle la contraria, te daba la razón si la tenías. De dictador no tenía nada».
Azkuna era el apasionado de la música clásica que invirtió el primer dinero que ganó en una caja de discos con las nueve sinfonías de Beethoven, pero también el que se arrancaba a entonar una bilbainada, o incluso una jota cuando visitaba un hogar navarro. Se desenvolvía con la misma soltura en un entorno intelectual que en el ambiente más castizo, comprando puerros en el Mercado de la Ribera, colándose en la cocina del Miren Itziar o tomándose su blanquito y su banderilla en el Kirol. Cuando volvió de que lo operasen en Estados Unidos, dijo que había echado de menos la ría, «la merlucita» y el sirimiri. Y, al día siguiente de su fallecimiento, llegaba a resultar chocante cómo bilbaínos abordados al azar eran capaces de relatar alguna anécdota personal con el alcalde. «Conversaba igual con una señora que le paraba por la calle que con un premio Nobel. Tenía esa gran personalidad, ese don de gentes, con genio pero seductor. A mí hoy me siguen parando para hablarme de él», evoca el exconcejal José Luis Sabas, el eterno cómplice con el que se iba a recorrer obras los fines de semana. «Fueron más de treinta años de amistad. Yo tenía en él un jefe, un amigo y también un padre. Para mí lo ha sido todo y pienso en él todos los días», resume.
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Y eso que también le tocaba sufrir a veces la vertiente destemplada de su carácter, esa dureza que tenía su avanzadilla en una mirada feroz: «A lo mejor discutíamos y nos tirábamos quince días sin hablarnos, porque yo también soy muy bruto. A nivel interno te podía echar la mayor bronca del mundo, pero siempre defendía a los suyos. Era dialogante con la oposición, pero también muy recto», lo va describiendo Sabas, que sigue admirando su «nivel cultural excepcional» y su capacidad para mantenerse al pie del cañón mientras la enfermedad lo iba corroyendo por dentro: «¡Qué voluntad, qué ganas de ser alcalde, qué fuerza para seguir estando en todo! Las pasó putas, pero nunca dejó de ir a trabajar. Al final, seguía al teléfono, mandando recados. Y también despidiéndose de sus amigos. Yo tengo una caja llena de recuerdos suyos y a veces le echo mano», confiesa, con un sentimentalismo quizá no muy azkuniano.
De Azkuna se recuerda siempre que, cuando aterrizó en el Ayuntamiento desde la consejería de Sanidad, consiguió nueve concejales (y eso en coalición con Eusko Alkartasuna), pero en su cuarto mandato tenía ya quince y mayoría absoluta. Parecía imposible aspirar a más, pero a principios de 2013 llegó el premio World Mayor y, con él, uno de los eslóganes más exitosos de la historia, la coletilla ineludible de 'mejor alcalde del mundo'. La oposición llevaba todo aquello con santa resignación, porque tampoco le quedaba otro remedio: era el llamado 'efecto Azkuna', la conmoción causada por un 'verso libre' del PNV que invadía los caladeros de otros partidos a base de eslóganes tan poco ortodoxos como 'más aceras y menos banderas'.
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«Azkuna era un animal político –insiste el exconcejal socialista Txema Oleaga, empleando exactamente la misma fórmula que Areso–. Era capaz de saber cuál era el pulso de los ciudadanos, qué esperaban de su alcalde, y se identificaba con eso que la gente quería. ¡Le sentaba el cargo como un guante! Bilbao había pasado una fase de muchísimo desarrollo, pero aún no se veían los resultados y era necesario que el pueblo asumiese todo aquello como propio, como algo que habían hecho todos. Azkuna supo despertar el orgullo». Sus enfrentamientos con la oposición (y también, digámoslo, con la prensa) podían ser tempestuosos, porque Azkuna era un auténtico maestro manejando el desdén, y Oleaga reconoce «una relación de amor-odio» que tuvo momentos difíciles, pero que también le ha dejado un ramillete de recuerdos imborrables: «Una vez tuve que presentarle y dije que me recordaba mucho al emblema de los socialistas, la rosa, con su belleza y sus espinas», se ríe al recordarlo. Menciona, por ejemplo, una visita oficial a Roma, en la que acabaron sentados los dos en los escalones de una 'piazza' y charlando sobre Bilbao, o un ataque descontrolado de risa en el Iruña escuchando los chascarrillos de Azkuna. «Algunos políticos tienden a ser impostados y ocultar lo que de verdad piensan. Azkuna no tenía filtro, era tal cual lo veías», concluye Oleaga, que actualmente es senador.
«Si se le recuerda tanto, es por su manera de ser alcalde», analiza Antonio Basagoiti, quien fue líder del PP y hoy preside la Cámara Española de Comercio en México. Y desarrolla esa idea: «Por un lado, estaban su actitud y sus formas plurales: no era el alcalde de un partido, sino de la villa, y eso hace que no le recuerden solo los suyos. Y, en segundo lugar, está el carácter emprendedor que tuvo: algunos proyectos ya estaban en marcha, pero él quiso hacer cosas en vez de pasar sus años de alcalde sin problemas y supo llegar a acuerdos con la oposición. Era un hombre con capacidad de diálogo y genio fuerte, y precisamente ese genio le llevó a tirar para adelante». Basagoiti habla por teléfono desde México, pero uno casi cree verle la sonrisilla: «Se notaba mucho con quién se llevaba bien y con quién no tanto. Me acuerdo mucho de que, en los plenos o en los consejos de Bilbao Ría 2000, cuando alguien tomaba la palabra y se tiraba una hora hablando, me miraba y me susurraba 'qué coñazo'. No toleraba el exceso».
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Hace diez años, aquel durangués que quiso ser alcalde de «todos los Bilbaos», como a él le gustaba decir, dejó un hueco que era imposible de rellenar: había amoldado el cargo a su personalidad y estaba claro que esas hechuras no le podrían encajar a nadie más. Ibon Areso era muy consciente de ello cuando aceptó la encomienda de asumir la Alcaldía hasta el final del mandato: «En aquel tiempo, uno de mis objetivos fue que quien me sucediese no tuviese sobre él el peso de la figura de Azkuna, que eso lo asumiese yo. Quería servir de periodo de transición y que la sombra no persiguiese a los siguientes».
Juan Mari Aburto e Iñaki Azkuna se conocieron en 1991, cuando el primero era director de servicios del Departamento de Interior del Gobierno vasco y el segundo, consejero de Sanidad. Solían coincidir en el comedor de Lakua: «Desde el principio me impactó su personalidad y su forma de entender la gestión pública», recuerda Aburto. Más tarde, como diputado de Acción Social, le tocó colaborar con el Azkuna alcalde. «Finalmente, he tenido la suerte de ser el heredero de su gran legado», concluye el repaso el actual regidor de Bilbao. «De Iñaki –añade– yo destacaría su forma de conectar con la gente, su capacidad de decisión y su visión de futuro. Fue el ejecutor de un proyecto que se había ido diseñando por otros alcaldes y por el que fue su gran escudero, Ibon Areso. Azkuna colocó Bilbao en el plano internacional como ciudad que apuesta por un urbanismo de alta calidad y por el impacto de los eventos».
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