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Un paseo olfativo por Bilbao puede parecer una empresa un poco absurda, una ocurrencia peregrina, incluso una fricada de mucho cuidado, pero uno echa a andar y pronto se da cuenta de que está oliendo más cosas que de costumbre. Del mismo modo que, cuando ... nos ponemos a escuchar atentamente con los ojos cerrados, percibimos sonidos que antes nos pasaban desapercibidos, la concentración logra que nuestras narices registren tenues hebras de olor que, normalmente, se nos habrían escapado mientras atendíamos a otros asuntos. También ayuda la compañía, claro, porque nos escoltan en el recorrido dos expertos en esto de husmear con detenimiento: Ismael Álvarez, sumiller del restaurante Nerua, y Ainara Martínez, propietaria de la perfumería Erlai. Juntos tratarán de desentrañar algunos olores que definen nuestra experiencia de Bilbao, aunque a menudo no nos demos ni cuenta.
«Más que una cuestión de olfato, los olores son una cuestión de memoria, de las vivencias de cada uno. Al oler algo, se nos desata un recuerdo: cuando un ambiente te huele a violetas, te está oliendo a la casa de tu abuela», puntualiza Ismael, y esa idea de las fosas nasales como túneles hacia el pasado se impondrá varias veces a lo largo del itinerario, que arranca en mitad del puente de San Antón. Ahí abajo está la ría, pero prácticamente no se detecta su olor, en un 'silencio olfativo' que desconcertaría a los bilbaínos de hace unas pocas décadas o a aquella periodista de 'The New York Times' que en 1999 la consideró «un peligro biológico tercermundista». Hay que acercarse más, por las escaleras vecinas a la iglesia, para que la ría empiece a fluir por nuestras narices. «¡Aquí ya se nota la tierra húmeda!», exclama Ainara a media altura. «Es una mezcla –apunta Ismael, inclinado hacia el agua–. En este tramo es donde dicen que el agua es mitad salada y mitad dulce, y eso se nota: me huele a puerto, a yodo dulce, pero también al río de la infancia, cuando ibas a por cangrejos y te metías en el barrillo. Es menos salino y más vegetal».
El sumiller es manchego y lleva ocho años en Bilbao, así que solo ha conocido la ría aseada y discreta del siglo XXI, pero Ainara puede comparar sus sensaciones con la huella que dejaron en ella los hedores de antaño: «De pequeña, mi ama me decía que le encantaba la ría y yo le contestaba que olía fatal, a fluidos de personas... Había temporadas en la que era horroroso», evoca. Hoy, ya nunca le da esos sobresaltos, aunque suele tenerla bien cerca: «Vivo en Olabeaga, donde no tiene este olor a puerto. Allí es una mezcla de mar y verde, con el viento que entra... Donde mejor huele Bilbao es en la periferia».
Ya que hemos bajado, bordeemos la trasera de la iglesia para llegar al Mercado de la Ribera, siguiendo la estela de las piezas de carne que descargan dos operarios. Las plazas de abastos vienen a ser la Disneylandia del olfato, con un montón de atracciones que compiten por imponerse en la nariz: la cosa empieza suave, con una mezcla antigua que recuerda a las viejas tiendas de ultramarinos, pero pronto van asomando la insolente acidez de los encurtidos, el soplo rural de los chorizos, los pellizcos de las especias, hasta que el tsunami del pescado arrasa con todo lo demás. «El bonito o la merluza son más neutros, pero el olor de las anchoas en primavera es potentísimo», comenta Ismael. «A mí me llama la atención el salmonete, entre pescado y marisco», añade Ainara. Claro que el más penetrante de todos, el matón que impone su ley en la sección de pescado, es el bacalao en salazón, cuya intensidad casi aturde.
El sumiller se detiene junto a un humilde puesto de verduras: «Hemos pasado por fruterías en las que no olía casi nada, pero aquí sí se nota el campo», elogia. Es la mesa donde vende su mercancía Piedad Martínez, de Loiu.
– ¿Y, a usted, qué olor de su puesto es el que más le gusta?
– A mí el del tomate. Mire, hay que olerlo ahí, donde está el rabito –aclara, ofreciendo a las narices curiosas ese botoncito que lleva consigo el aroma de la planta entera–. A otros les molesta, pero a mí me encanta meterme en el coche y que huela a tomate, pimiento, cebolleta...
Ismael y Ainara enfilan las Siete Calles venteando como sabuesos. «El Casco Viejo huele a piedra, a sombra», dice ella. «Es el olor de la genética de la ciudad, el auténtico, el origen. Recién regado, es un olor a sacristía», compara él. El pórtico de la catedral parece un buen rincón para sumergirse plenamente en ese reino compartido por el mineral y la historia, pero justo ahí se desarrolla un combate de boxeo olfativo. A un lado, colando la nariz por la verja de Santiago, sí permanece esa esencia de ciudad vieja: «Huele a solemnidad. Es un olor que impone respeto, que te lleva a actuar con cautela», define Ismael. «Como entrar a la casa del cura del pueblo, o de un profesor», propone Ainara. Pero, nada más sacar la nariz, dominan las chucherías de la tienda de enfrente, Duldi, y el efecto es como llevarse un algodón de azúcar al confesionario.
En la calle Jardines sale al paso, como una perversa tentación, el aroma de la pastelería Charamel («a canela, a hojaldre, a azúcar tostado, a mantequilla, a desayuno de día de fiesta»), y en el Zaharra de la Plaza Nueva invade la calle por fin el olor a bar bilbaíno, esa fórmula compleja y sutil que sirve como resumen de la villa, a modo de bodegón sensorial: la tortilla recién hecha, la punzada de las gildas, el pulso eterno entre el café y el vino e incluso esas ristras de choriceros y ajos que tienen colgadas como decoración. Ismael se encuentra con otro sumiller ilustre, Iñaki Suárez.
– Iñaki, ¿a qué huele Bilbao?
– Bilbao huele a tilo, pero hay que saber en qué zonas.
A lo mejor basta ya de aromas apetitosos y sugerentes. ¿Qué hay de los efluvios repugnantes, de la tufarada asquerosa de la caca de perro, de los rincones bañados en orina, de los contenedores que apestan a putrefacción? ¿Qué hay de la grosera sobaquina capaz de amargar el momento más dichoso? Seguramente influye que el paseo transcurre a primera hora de la mañana de un día laborable, con las calles barridas y muchos cuerpos duchados. Sí huele a basura en uno de los accesos de la Plaza Nueva («en Aste Nagusia, este es un punto oscuro», se ríe Ismael), los humos de la carga y descarga envuelven de vez en cuando a los paseantes y se produce el esperado impacto al rebasar el perímetro de seguridad de los váteres de El Arenal («huele a pis de hombre: un baño de chicas nunca huele a pis concentrado», puntualiza Ainara), pero los mayores puñetazos a la pituitaria los asestan olores que, paradójicamente, se suponen buenos. Como sentencia el sumiller, «hay personas que huelen bien muy mal» y van dejando una estela de fragancia mareante. «Cada vez se llevan menos estos perfumes tan invasivos –informa la especialista–. Bilbao es muy de perfumes frescos, cítricos, bastante clásicos».
En la estación de Zazpikaleak, el fondo de goma y plástico propio del metro, que ha logrado la proeza de seguir oliendo a nuevo, se alterna con esa frescura matinal de los usuarios. «A esta hora, hay una amalgama de perfumes y la gente huele superbién. A las ocho de la tarde cambia la cosa», avisa Ismael. Pasa un grupo de chicas adolescentes y Ainara sonríe al recibir su rastro «a fresita, a vainillita, a gominola dulzona».
En la salida de Ercilla, abraza a los viajeros un ineludible y persistente aroma a flores. «A mí me huele a azahar», sostiene una vecina de la zona. Quizá sea obra de un viento juguetón o tal vez nos estemos volviendo todos un poco locos de tanto olisquear, pero el caso es que la sensación se va atenuando al acercarse a los parterres de Moyua. Está claro que arrimar la napia a distancia de abeja no garantiza el éxito, porque tampoco al lado de Puppy se percibe nada: de ese derroche de begonias, alegrías, lobelias y tajetes no se desprende ni una brizna de olor, incluso el sustrato de turba escondido en la escultura se revela tan neutro como el titanio. «A mí, a lo que me huele Puppy a veces es a turismo –revela Ismael, mientras dos parejas se sacan fotos a su lado–. A bronceador, a la loción hidratante del hotel... Cuando eres turista, hueles distinto que en el día a día». Y esa fragancia, qué duda cabe, se ha incorporado con fuerza en los últimos años al olor de Bilbao.
El análisis de los expertos
«Olabeaga, por la mañana, con un día muy bueno. Huele a hierba, a sol y a mar»
«Justo cuando empieza a llover, el olor del asfalto mojado mezclado con polvo. No me gusta nada»
«El sirimiri, ese punto de tierra húmeda. A mí Bilbao me ha olido de toda la vida a humedad»
«El olor a brasas cuando pasas por los restaurantes. Con la grasa quemada, es increíble»
«El cítrico del domingo por la mañana, asociado a pis. Es mejor que huela a eso, pero es un camuflaje»
«A mí la ciudad me huele a eucalipto, porque antes vivía en Uribarri. Gastronómicamente, Bilbao es aceite caliente con ajo y guindilla»
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