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Hacer encaje de bolillos es lo más sencillo y complicado del mundo. Es una de las frases hechas más socorridas, pero también uno de los oficios artesanales de mayor dificultad y, por desgracia, casi al borde de la extinción a nivel empresarial. Sin embargo, cualquiera ... lo diría viendo cómo se hilaba ayer a la mañana en el BEC. El pabellón número 2 estaba de bote en bote, repleto primordialmente de mujeres –594– llegadas de toda España. Mezclados con ellas tres hombres, a los que en absoluto se les notó incómodos.
Al contrario, se centraron en lo suyo. Asombró la paciencia y velocidad con la que los encajeros iban entrelazando hilos. E impresionó igualmente la soltura con que manejaban agujas y alfileres ayudados de los bolillos para rematar entredós, puntillas y transparencias en todo tipo de prendas. Lo mismo en abanicos y pañuelos que en chalecos, corbatas, piezas de lencería, sábanas, toallas... O chales como en el que trabajaba José Manuel Pérez, un vecino de 68 años de Leioa que no levantó la vista durante toda la mañana y que descubrió hace cinco la pasión por esta afición tras cruzar una apuesta con su amiga Basi.
El V Encuentro de Bolillos, incluido dentro del Salón de las Manualidades, demostró que la afición y los negocios no hacen a veces buenas migas. Muy pocas empresas viven de esta actividad por falta de rentabilidad. Los nuevos tiempos han ido dejando sin sitio a una técnica, no muy diferente del punto, ganchillo o macramé, pero que exige el uso de un hilo extremadamente fino, lo que ralentiza el trabajo y merma la producción. «Para adecuarnos a los nuevos tiempos utilizamos hilos más gruesos, como la lana. Cuanto más fuertes sean, más rápido se avanza», confesaba la bilbaína Marisa Martínez. «Casi nadie vive de esto. Son muchas horas las que te lleva hacer un poco de encaje. Si luego, además, quieres venderlo, el precio es excesivo y nadie te lo paga», detalló.
Bien que lo sabe Jordi Roca, un encajero de la localidad barcelonesa de Vilanova i la Geltrú. Heredó el negocio de su padre, tras abandonar el casino de Barcelona donde trabajó de crupier, y ahora lo hace codo con codo con su hijo. «Mi padre ha sido bolillero, yo soy bolillero y mi hijo hace bolillos también, pero quedamos muy pocos». Dirige el dedo índice derecho a un pañuelo rojo expuesto en una estantería para explicar las complejidades de este oficio:«Su confección habrá llevado más de... No sé. Le iba a decir 200 horas, pero me quedaría corto. Igual tiene 400, porque está hecho con un hilo de 120 de grosor, que es superfino».
El pañuelo de marras, una verdadera obra de arte, tiene «a lo mejor» 15.000 agujeros. «Significa que las encajeras han tenido que pinchar 15.000 veces. Todo hecho a mano. ¡Normal que se pague luego a precio de oro! A diez euros que se les hubiese abonado la hora de trabajo, te salen 4.000 euros. Y nadie te va a pagar esa cantidad por eso», se lamenta. Por eso, el encaje de bolillos se ha convertido en una afición relajante para muchas mujeres. «Nos ayuda a hacer un paréntesis en nuestras vidas. Te aparta de tus preocupaciones diarias.Sirve un poco de terapia. Por eso hay hombres, no muchos, pero los hay», reconoce Marisa. Como José Manuel. «Tengo a mi mujer enferma de párkinson y esto me sirve para entretenerme». A su mujer le dedica el chal en el que lleva metidas «incalculables horas».
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