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Muchos de nosotros no tenemos más conocimiento del rugby que cuatro tópicos que nos rebotan por la cabeza, así que imaginábamos la llegada de cien mil seguidores de este deporte como algo parecido a una estampida de bisontes muy grandes y muy sedientos. O, quizá, ... como una fulgurante jugada de ataque en la que cien mil tipos con estructura de armarios iban acometiendo los bares y pasándose hacia atrás los barriles de cerveza. Pero no, qué va, la presencia de los 'rugby fans' en Bilbao ha evolucionado de manera gradual y amigable. Ayer, recorría las calles una avanzadilla de varios miles de personas que daba ejemplo de buen rollo, con las aficiones mezcladas en combinaciones inesperadas. Eso sí, el cliché fácil no se confundía en un par de detalles: entre los visitantes abundan los cuerpos colosales y la sed infinita.
Ahí están, por ejemplo, Clive Stalley y Stuart Poulton, cómodamente instalados en la terraza del Kapikua de la calle Correo, con unas San Miguel de tercio que en sus manos parecen botellitas de minibar. En realidad, a Stuart -enorme, tatuado, con bigotes retorcidos en coqueto bucle- le hemos apeado el tratamiento, ya que deberíamos llamarle Lord Stuart Poulton. «Sí, soy 'lord', tengo tierras en Cumbria y el título. También soy director de pompas fúnebres desde hace 30 años», explica, mientras muestra en el móvil una foto suya en la que aparece de traje, junto a un carruaje con dos caballos negros empenachados. Los dos amigos vienen de Londres, con otras veinte personas, y van a apoyar al Leinster y al Gloucester. «Con los aficionados del rugby nunca hay problemas. Gane quien gane, todo está bien: la violencia existe solo en el campo», comenta. ¿Se imaginan las aficiones de cuatro equipos de fútbol, conviviendo durante días en torno a dos finales? «¡Sería el caos!», se horroriza Clive. «¡Tendría que venir el ejército!», coincide Stuart, que tiene la intención de aprovechar la estancia en Bilbao para completar su imponente apariencia con un 'piercing' en la nariz. «Esto ya está agujereado, esto también y esto también», aclara, señalándose una tetilla, la otra y la entrepierna.
Los dos amigos ingleses sirven para corregir una idea equivocada, impuesta por nuestra tradición futbolística: muchos de los extranjeros presentes en Bilbao no son hinchas de ninguno de los cuatro equipos que se disputan los títulos, sino apasionados del rugby que acuden a todas las finales, independientemente de quién las juegue. Richard Wickham y sus amigos vienen de Surrey, en Inglaterra, y compraron las entradas en la final del año pasado. Richard es de origen irlandés y apoyará al Leinster, aunque en realidad su equipo favorito es el Munster. Y eso empuja a algunos de sus colegas a animar, en contra de la lógica, a los franceses del Racing 92: «Elija lo que elija, ellos siempre apoyarán lo contrario», se resigna Richard. Los cinco amigos (cuatro muy aficionados y un quinto que «no sabría lo que es un balón de rugby aunque le diese en la cara») han desayunado tortilla y jamón, se han pasado ya por el Guggenheim y han aprendido a decir «grande caña», porque el sustantivo se les quedaba pequeño.
La cerveza es casi una urgencia en este sector turístico. Vincent y Nicki Wynne, un matrimonio de Leicester, han llegado hace una hora y ya están con sus Heineken en una terraza de la Plaza Nueva. «Habría preferido cerveza vasca», lamenta Vincent. La pareja (él, con camiseta del Leinster; ella, de los British Lions) se queda hasta el martes, con tiempo para hacer turismo con tranquilidad, pero son visitates preparados, que llegan con los deberes hechos y la curiosidad viva: «¿Qué conocemos de Bilbao y del País Vasco? El Guggenheim, el puerto, la política... Hace una o dos semanas estabais en las noticias, con el tema de ETA. También sabemos que se bebe vino tinto con Coca-Cola, incluso lo probamos una vez», se ríe Vincent. Tres terrazas más allá, un joven vestido con traje rosa llama poderosamente la atención: se llama Thomas Walker, procede de Oxford, es largo como una cucaña y está celebrando su despedida de soltero junto a su padre, sus dos hermanos y unos cuantos amigos. «Nos volvemos el domingo», dice, y su padre puntualiza: «Bueno, tú a lo mejor no vuelves».
Los aficionados que recorrían ayer Bilbao eran los de los planes de viaje tranquilos, sin prisas, pero sus opciones de alojamiento no podían ser más diversas. Sean Cassidy, un galés de Cardiff que admiraba el exterior del Guggenheim, está aquí desde el martes y paga 16 euros por noche en un 'hostel', aunque hoy tiene intención de mudarse a las jaimas que el Ayuntamiento ha instalado en El Fango. Niall Lamont y sus amigos, norirlandeses de Ballyclare que toman cervezas y aceitunas al sol en la plaza de Santiago, están en dos apartamentos junto a la ría: el primero que reservaron les cuesta 500 euros por tres noches; el segundo, mil euros por solo dos. Niall ha llegado hace un par de horas, tras viajar en autocar de Belfast a Dublín y volar desde allí a Bilbao vía Ámsterdam, pero en este rato ya le ha dado tiempo a catar las croquetas de jamón, las patatas bravas y el pescado rebozado. Eso sí, los norirlandeses no tienen intención de visitar el Guggenheim. ¡Con lo bonito que es! «Mira, ¿ves ese bar? -señala Bob, uno de los amigos-. Pues eso sí que es bonito para mí».
En el Rugby Village de El Arenal, los aficionados pueden sacarse fotos junto a los trofeos, colgar mensajes de ánimo a sus equipos, patear un balón hacia la ría o aventurarse con las gildas y los talos. Pero, en realidad, la esencia del rugby se encontraba ayer justo delante de San Mamés, donde un grupito de aficionados se retrataba ante una tienda llamada Golos@. Dos chicas formaban la representación local: «Somos del Universitario Bilbao Rugby. Hemos ido a tomar algo al Molly Malone y hemos conocido a todos estos. Lo bonito del rugby es que, vayas donde vayas, si te encuentras a alguien con una camiseta de rugby, puedes hablar. ¡El rugby une!», explica Lourdes Núñez. Sus nuevos amigos son ingleses del mismo Gloucester, que han querido fotografiarse ante la tienda porque -eso dicen- el nombre les suena parecido al de su equipo. Y aplaudiendo la escena hay unos cuantos galeses como Aaron Price, un barbudo de Port Talbot con acento tan impenetrable que el oído desentrenado solo logra desentrañar dos frases. Una es, precisamente, «tengo un acento muy fuerte». Y la otra es su respuesta a una pregunta muy sencilla: ¿qué pasará si esta noche pierden? «Dará igual. ¡Beberemos lo mismo!».
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