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Llevaba un mes en Bilbao. Su padre era profesor en La Salle de Valladolid hasta que hicieron las maletas. Todo era distinto. Como la puerta verde que hacía esquina. Los niños se agolpaban para bajar por la rampa y no llegar tarde. Hacer potencias el ... sábado con el hermano Gerardo. Ese era el castigo. No lo sabía. Tampoco después. Porque nunca llegó tarde. Ahora en cambio daría lo que fuera por ser castigado. Por entrar, otra vez, al Santiago Apóstol.
Javier Galparsoro es abogado y mucho más. Rostro conocido de la sociedad bilbaina, es uno de los hijos del colegio invisible. El que ahora es plaza, sede de nuestra salud y los comercios. Quienes frecuentaron el colegio ausente desvían su mirada al pasar. Duele. Si la infancia es la patria, en este caso es Atlántida. Quedan la Historia y las leyendas. También los recuerdos. Como los de Javier y aquel octubre del 62. El día en que pisó por primera vez su cemento. Esta semana se cumplen 50 años.
Medio siglo que celebrarán, como tantos otros alumnos de otros pupitres de la Villa. Pero no tienen una pared que tocar. Ni una pizarra para emborronar. Ya no pueden recorrer el reino de los hermanos Patxi y Nicolás. O buscar la clase asignada, de la A a la E, entre más de 200 almas. Ni los aros donde Javier Mendiburu metió sus primeras canastas, antes de acabar en el Cotonificio de Badalona. Lo raro es que no encestara balones de fútbol. O de balonmano. Aquello era el caos. Y sin embargo había orden. Hasta existía un lugar para el humo. Al fondo a la derecha, junto a los baños. Cigarros furtivos y cierto riesgo. Como los sábados en el cine, cuando el padre Patricio encendía las luces ante la escandalera que montaba la chavalería recreando, antes de que existiera y sin saberlo, el espíritu de Cinema Paradiso. Hasta los indios y vaqueros se amedrentaban en la pantalla.
Antes, o al día siguiente, tocaba misa. La misma iglesia donde se hacía la comunión. Entrada por Pozas. Normal que luego, al salir, adultos y aspirantes a serlo bebieran de otro tipo de cáliz. Por cierto, había bar. Estaba en el lugar que ocupa la Cámara de Comercio. Lo llevaba Juanito, que luego regentaría el Lekeitio de Diputación. Singularidades de un colegio que tenía distinguidos. Una selección de los alumnos brillantes. Y contaban con dos revistas. El enlace mensual y la memoria escolar anual. Lo dirigía Gerardo, alias el Cardo, el de las potencias. Que además daba Historia del Arte. También tenían Club de Música. Allí tocó Traidor y Inconfeso y Mártir, que contaba entre sus miembros con Goyo Villalabeitia que luego sería jefazo de la BBK. Y junto a ellos Los Mitos, Los Javaloyas, Los Tañidores y hasta una banda americana, cuyo nombre no recuerda Javier. Pero jamás olvidará al grupo Añacea, compuesto por chicos del cole y chicas del Pilar. O la actuación de las Uranga, que contaban con hermanos allí.
También estaba Sergio, que compartiría después compás vital con Estíbaliz. Con tanta música a nadie extrañó que el alumno José María Iñigo se fuera a Londres para crecer. Entonces era un chaval. Como antes y después Kosme de Barañano, José Antonio Jainaga, Fernando Grande Marlaska, Javier Balza y el alcalde Aburto. El listado es infinito. Puede que por eso el escritor y profesor Patxi Ezkiaga les enseñara a cantar 'Wand´rin´ Star' en su laboratorio de idiomas. No se fueron de una ciudad sin nombre. Sino del colegio del que solo queda eso. El nombre. Santiago Apóstol. Por eso, medio siglo después, alumnos de una de sus promociones se juntarán para brindar por lo que fue y dejó de ser cuando los autobuses de Fede y Paulino ya no aparcaban junto a la Alhóndiga y tocaba viajar hasta La Salle de Deusto. Más que otro colegio fue emigrar. Algunos destinos, siendo cercanos, se antojan lejanos. En cambio los recuerdos están ahí. En el aire. En un rincón del Bilbao invisible. Allá donde vivió una estrella errante que solo brilla en los polvorientos pupitres de la memoria.
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