Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
A los periodistas no les suele gustar ser protagonistas de la noticia. Se sienten más cómodos al otro lado de los focos. Pero el pasado miércoles, quien escribe este reportaje y mis compañeros Ignacio Pérez (el que firma las fotografías) y Pablo del Caño (cámara ... de elcorreo.com) nos encontramos ante un descubrimiento que nos heló la sangre y nos llevó a dar parte a las autoridades por motivos legales, pero también éticos. En lo más recóndito de las faldas del monte Oiz (1.026 metros), en una escarpada vaguada batida por un riachuelo, hallamos lo que parece ser un fragmento de hueso humano. Posiblemente una pelvis.
Los restos óseos están siendo analizados por los forenses después de que un juez de Gernika abriera una investigación para determinar si pertenecen a una persona o un animal. Aún no hay un dictamen, pero las pesquisas apuntan en la primera dirección. La clave de todo este asunto reside en el contexto y el escenario. Este equipo de profesionales se había desplazado al Oiz para elaborar un artículo sobre la aparición de fragmentos del avión que el 19 de febrero de 1985 se estrelló en este agreste paraje de Bizkaia, causando la muerte de sus 148 ocupantes. No hubo supervivientes.
Noticia Relacionada
¿Restos y efectos personales 36 años después de la mayor tragedia aérea de Euskadi? ¿Casi cuatro décadas más tarde? Parecía extraño, pero Rubén Santos lo tenía comprobado. El joven de Loiu, que muestra lugares abandonados en Instagram (@yusta88_urbex), estaba preocupado porque había personas (cazatesoros) que se estaban llevando todo tipo de objetos de la zona. Una práctica que, en el plano simbólico, supone la profanación de una tumba colectiva.
En cierta forma, la pandemia, la realización de trabajos forestales en el entorno y las últimas tormentas han agudizado un fenómeno que viene de lejos. Pero lo cierto es que la zona, en los últimos 36 años, no ha sido ni mucho menos limpiada por las autoridades.
Rubén Santos se ofreció a liderar una expedición a la zona con la única condición de que no fuera revelada la ubicación exacta donde se hallaban los restos del 'Boeing 727' para evitar su expolio. Se unió al grupo Alberto Bóveda. En 2018 se jubiló tras cuatro décadas como bombero del aeropuerto. Alberto empezó a trabajar en mayo de 1984 y en febrero de 1985 fue una de las primeras personas en llegar al lugar del siniestro. «Nunca he vuelto al sitio, no sé si seré de ayuda», dijo. Pero Alberto, además de modesto, es campeón de España de carreras de orientación con el Club Cobi de Basauri. Un fenómeno a la hora de tirar de brújula y mapa.
El miércoles, a las once de la mañana, el grupo dejó el coche en un lugar idílico, a los pies del Oiz, con caseríos aislados y verdes prados como fondo, tras conducir varios kilómetros por una pista perdida de la mano de Dios. Y comenzó entonces una caminata hacia lo desconocido. Por senderos infames, repletos de baches y charcos, hacia el interior de la montaña. Una densa niebla cubría la cima, como el día del accidente. El sepulcral silencio impresionaba y no era difícil imaginarse el horror desatado aquel fatídico 19 de febrero.
Tras 40 minutos a pie, la expedición encontró el primer resto. Alberto, que ha pasado media vida entre aviones, cogió aquel alargado pedazo de metal retorcido y dijo con seguridad: «Es aluminio (el material del que están hecho las aeronaves). Mira los remaches». La sorpresa fue 'in crescendo' a medida que iban apareciendo más piezas, algunas pequeñas y otras, mucho más elocuentes y grandes, de hasta un metro. El reguero era impactante. Al llegar al riachuelo apareció una plancha con los característicos colores de Iberia. ¡Allí estaban los restos del avión! Bandejas de comida, un tenedor, un asiento con el logo de la aerolínea... ¿Cómo era posible? Pues lo era. Y peor aún, entre un montón de objetos apilados estaba el hueso. Nadie lo tocó. Lo fotografiamos y tomamos las coordenadas. Había que informar a la Ertzaintza.
El grupo siguió ascendiendo la ladera, remontando la trayectoria que el 'Alhambra de Granada' siguió aquella infausta jornada. Los pedazos de fuselaje afloraban entre los pinos. Aquí y allá, sin descanso.
Al llegar ya a una zona pelada el grupo sintió la tristeza de no haber sido capaz de encontrar el lugar preciso en el que el 'Boeing 727' impactó contra el suelo tras tocar con su ala izquierda en la antena, antes de su mortal descenso montaña abajo. «Yo creo que había un llano, pero no lo identifico. Ha pasado demasiado tiempo», se dolía Alberto. Se marchó con esa pena.
Lo curioso es que, ya en casa, el bombero jubilado superpuso la ruta realizada este miércoles sobre una ortofoto de 1985 y se dio cuenta de que había estado sobre el punto exacto del impacto y no se había percatado. Los árboles han cubierto el escenario, del que aún supuran restos de aluminio, objetos personales y, por lo que parece, huesos humanos (a la espera de confirmación).
La sensación que tuvo Alberto Bóveda, 36 años después de aquel día de la tragedia en que ayudó en las tareas de rescate, es que alguien debe recoger todo aquello y darle un sentido. Colocar una placa o un monolito en la cima; algo que no borrará cicatrices pero que ayude a cerrar heridas. Que ponga un final «digno», evite el pillaje y honre a los 148 fallecidos.
148 personas fallecieron el 19 de febrero de 1985 al estrellarse un avión de Iberia en el monte Oiz. No hubo supervivientes.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.