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Asier, José, Begoña y Maite contemplan la panorámica desde el castillo. M. Salguero
Gente maja y vino majo

Gente maja y vino majo

Con tanta historia compartida, no resulta nada fácil dividir a la población estival de San Vicente de la Sonsierra entre vascos y riojanos: «Es que yo no soy ya un veraneante», protesta uno

Domingo, 23 de agosto 2020, 01:59

Si nos dejamos llevar por el lema de San Vicente de la Sonsierra, la Villa Divisera, y pedimos a los residentes estivales que se repartan en un equipo de riojanos y otro de vascos, seguro que hay bastantes personas a las que les cuesta decidirse por uno de los bandos. Vale, de acuerdo, quizá no lleguen a dudar, pero sí que encontraremos a muchos que sienten cómo, al integrarse en el grupo que les corresponda por nacimiento, se sienten como si estuviesen desgarrando una parte de su identidad. Los vínculos con la comunidad vecina vienen de muy lejos y forman una maraña emocional que sigue enredándose hoy en día: abarca desde los bilbaínos que venían aquí a respirar hondo el aire limpio, o los sonserranos que marcharon a trabajar a Vitoria, hasta los jóvenes de la Rioja alavesa que se desplazan a diario para trabajar a este lado de la muga.

Por eso, a veces, cuando se aborda a un grupo de personas por la calle y se les pregunta si son de aquí o de allá, la respuesta da lugar a cierta confusión, porque resulta imposible ser tajante y hacen falta un montón de puntualizaciones. «Es que yo no soy ya un veraneante, como podía ser al principio, sino casi uno del pueblo», especifica Javier Gómez, un baracaldés de Lutxana, residente en Amorebieta, que apura los últimos vinos de la mañana junto a su hermano y unos amigos en el bar Wine Sido, uno de esos locales de aire contemporáneo que han florecido en los pueblos de La Rioja. A Javier lo trajeron por primera vez a San Vicente hace 59 años, cuando tenía 5, y desde entonces ha faltado en muy pocas temporadas.

- ¿El año de la mili vino?

- Vine, vine. Y la hice en El Ferrol.

Javier, de rojo, y su cuadrilla en el Wine Sido. M. Salguero

De los cuatro acompañantes de Javier, tres son vascos y el otro... el otro seguimos sin saber con seguridad de dónde es, porque se declara del pueblo pero parece que nació en Miranda y también vivió en Euskadi, y la conversación (ya hemos dicho que eran los últimos vinos) desemboca rápidamente en un galimatías cómico-geográfico con la pobre Miranda como capital de España o como parte de Álava. «Aquí nos llegábamos a juntar cuadrillas de setenta chavales. Íbamos a los chamizos con las hormonas revolucionadas», evoca Javier. ¿Y ahora, qué es lo mejor de San Vicente? «La tranquilidad», dice, y un amigo se apresura a corregirle, para que la conversación no decaiga: «Aquí, tranquilidad ninguna».

Lo cierto es que, a la hora de comer, la palabra 'tranquilidad' se queda muy corta para describir el ambiente en las calles del pueblo. Uno va subiendo hacia el castillo, por calles requebradas y pintorescas, y le entran ganas de silbar algo de Ennio Morricone para redondear la sensación de soledad. Las vistas desde lo alto de San Vicente son casi tan embriagadoras como su vino, una panorámica que se extiende kilómetros y kilómetros por los cuatro puntos cardinales y que da una idea de la importancia estratégica de esta fortaleza para los antiguos reyes de Navarra. Enfrente (bueno, aquí todo es enfrente, según dónde se coloque uno) se ve el castillo de Davalillo, en San Asensio, que pertenecía a Castilla. Parece que en aquellos tiempos las mugas no eran un concepto tan amistoso y tan permeable como ahora.

Victoria sirve de la barrica una copa de José Gil, el vino que elabora su novio y que se llama como él. M. Salguero

Hoy ejercen de vigías del castillo Begoña Granillo, José García y sus hijos Asier y Maite, los únicos visitantes a esta hora, que contemplan fascinados el paisaje inagotable. Son bilbaínos, de Zorrotza, y pasan su veraneo de cercanías en Medina de Pomar, pero de vez en cuando emprenden expediciones por La Rioja. «Nos gustan las cosas antiguas», explica José, con una sonrisa bajo la mascarilla que se contagia a los ojos. Han pasado la mañana en Briones, se han comido una empanada de atún en el merendero de San Vicente -abajo, junto al Ebro- y después esperan tomarse un cafecito en la plaza y rematar la jornada en Haro. ¿Y no han catado el vino de la tierra? «Nada de vino, que hay que conducir».

Mus o brisca

Para tomar el pulso a San Vicente, lo ideal es situarse por la mañana en la plaza, junto a la emblemática fuente de los cisnes, y ver cómo se va desenvolviendo la vida. Garbiñe Martínez, de Bilbao, vuelve de hacer las compras y lleva en la mano su llavero de la peña local del Athletic (El Corquete, como la herramienta que se emplea en la vendimia). «Empecé a venir a San Vicente por salud. Con 10 años, me mandaron interna a Haro, y después el médico le dijo a mi madre que convenía que volviese al menos una vez al año. Así que empezamos a venir aquí». A Garbiñe le encanta la rutina estival de los paseos por el Calvario y la partida con la cuadrilla («los chicos juegan al mus, se enfrascan y se lo toman muy en serio, y las chicas jugamos a la brisca»), pero este año todo se ha vuelto distinto: «No hay piscinas, no hemos reanudado las cenas, no echamos la partida por precaución, no entramos en los bares... ¡Menos mal que en el Ebro se sigue estando de maravilla!». Las hermanas Nerea y Maite Oribe y su prima Isabel Espinosa, repartidas entre Llodio y Miraballes e hijas de sonserranos, vienen de dar una vuelta y hacen un alto en la terraza del Cúbedo, para almorzarse unos reparadores torreznos con alegrías riojanas.

- ¿Les gusta, entonces, la tierra de sus padres?

- No nos gusta, ¡nos encanta!

- ¡Nos superencanta!

Pero también ellas sienten la extrañeza ante este verano atípico, en el que incluso han cancelado la tradicional comida de primas. Permanece, eso sí, lo esencial, enunciado en una breve máxima por el portugalujo Baltasar León, que frecuenta San Vicente desde hace tres décadas y tiene muy claras las dos cosas que más le gustan: «Aquí la gente es maja y el vino también es majo».

Es bueno saber que...

  • Distancias San Vicente de la Sonsierra, situado en la Rioja Alta y limítrofe con Álava, está a 96 kilómetros de Bilbao (una hora de viaje) y 50 de Vitoria (tres cuartos de hora en coche).

  • Población Ronda los mil habitantes, pero en verano se puede acercar a los tres mil, según la Encuesta de Infraestructura y Equipamientos Locales.

«A las nueve de la mañana vienen a almorzar huevos con jamón»

En julio del año pasado, la bilbaína Victoria Fernández se empadronó en San Vicente y se convirtió en «la vecina número 1.009» del pueblo. Son carambolas del destino y de la geografía: estaba de fiesta en Logroño, con una amiga de Haro que tiene casa en Labastida, cuando conoció a José, sonserrano y viticultor. Y de aquel encuentro vinieron el amor y la mudanza. «Al principio cuesta un poco. Era la nueva del pueblo y me paraban por la calle para preguntarme, porque aquí la gente es superabierta». Estuvo trabajando en un bar y todavía recuerda su sorpresa de urbanita cuando, a las nueve de la mañana, se le presentaba algún parroquiano que volvía del campo «a almorzar unos huevos con jamón, unos callos, unos morros...».

Pero, en este año, también se ha acabado enamorando del pueblo. El otoño pasado ya le tocó vendimiar: «Me encantan todas las labores del campo: voy a desnietar, a podar, a la espergura...». Y también se ha acostumbrado a la aparatosa llave del 'calao' (la bodega-cueva en la ladera del cerro) donde su novio hace la crianza de su «proyecto personal», el vino José Gil, que se llama como él. Vicky lo da a probar a los forasteros, en una mañana de sol despiadado, y dan ganas de quedarse allí dentro a pasar el resto del verano, disfrutando del frescor de la tierra y el tesoro de las barricas.

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