Para el nacionalismo vasco las navidades de 1919 fueron tristes. Habían perdido fuerza. El sorprendente avance electoral producido desde 1917 se había visto frenado casi en seco durante aquel año que ya tocaba a su fin. No sólo había fracasado en sus intentos de conseguir ... una autonomía vasca, recurso que se antojaba fundamental como forma de recuperar el pasado foral, sino que, y esto era lo más preocupante, su pérdida de espacio político se había producido a favor de la derecha más conservadora. La Liga de Acción Monárquica había desplegado en el País Vasco todo su arsenal hasta arrinconarlos. De hecho, habían perdido su poder en la Diputación vizcaína. A esto había que sumar la hostilidad que, a juicio del nacionalismo, desplegaban también contra ellos los partidos «de la revolución», es decir, republicanos y socialistas. Por si todo eso fuera poco, a mediados de diciembre de 1919, un hecho vino a desatar bruscamente su ira: la muerte en la cárcel de Larrínaga del joven Emilio Orbe. Fue la gota que colmó el vaso y que determinó duras protestas y denuncias hacia un sistema al que acusaban de estar al servicio de una burguesía conservadora, profundamente monárquica y españolista.
El 18 de diciembre, el nacionalista Emilio Orbe murió en el centro penitenciario de Larrínaga como consecuencia de una peritonitis. La agonía había durado más de cuarenta y ocho horas. Según la versión oficial, el joven, que en ningún momento quiso ir a la enfermería, estuvo atendido. Incluso se permitió que los familiares estuvieran a su lado. Para el diario Euzkadi, sin embargo, las cosas habían sido muy diferentes. «El joven patriota Emilio de Orbe muere en la cárcel abandonado como un perro rabioso», señaló el citado diario, para quien la condición de nacionalista de la víctima la había colocado a un nivel inferior al de las bestias. En su versión de los hechos se afirmaba, en contra del informe oficial, que en ningún momento recibió los cuidados adecuados y que únicamente se permitió entrar a los familiares cuando el desenlace estaba próximo. Ni siquiera se accedió a que acudiera el médico particular del joven. Todo aquello era, sin ninguna duda, un crimen cometido con alevosía contra una persona cuyo único delito era el de haber gritado hacía tres meses «¡Gora Euzkadi azkatuta!».
¿Había que permitir aquella afrenta? ¿Era necesario que los nacionalistas fueran criminalizados por sus ideas? Según el órgano nacionalista, abogar por la libertad de Euzkadi estaba considerado como un delito. Se les perseguía por ello y se hacía todo lo posible por silenciarlos. Se afirmaba que lo que existía era un innegable «furor vascófobo». La muerte de Emilio Orbe era un buen ejemplo. Pero ellos no necesitaban muertos, ni mártires. «Los sicarios, los perros rondadores de patíbulos y los sepultureros de la patria, esos son los que reclaman carne muerta para sí», clamó con indignación el Euzkadi.
El domingo 21 de diciembre, día del Mercado de Santo Tomás, los nacionalistas organizaron un mitin en el Euskalduna «como protesta contra la administración de la justicia española y, especialmente, por el incalificable régimen en vigor en la cárcel de Bilbao». Para la importante cita se anunció la presencia de Mario Arana, diputado a Cortes por Guernica; Esteban de Isusi; Domingo de Gurutzeta, del que se dijo que hablaría en euskera, y Manuel de Aranzadi, diputado a Cortes por Iruña. Era un acto de desagravio al que todo el pueblo vasco debía de acudir para demandar una «depuración severa de las responsabilidades exigibles por el trágico fin de nuestro joven compatriota». La convocatoria no cogió por sorpresa a la autoridad gubernativa, que lo autorizó, aunque se negó a dar el visto bueno a la pretensión de organizar una manifestación una vez acabado el mitin. Junto a esto se tomaron todas las precauciones posibles. Se contó con una fuerte presencia policial tanto en el exterior del frontón como en el interior. Había que evitar cualquier conato de violencia.
Gritos de «¡Gora Euskadi!»
El acto se desarrolló con normalidad y todo fue bien hasta que se informó, una vez finalizado el mitin, de enfrentamientos violentos en la calle de la Estación, el Arenal y el Boulevard. Al parecer, las fuerzas del orden habían tenido que intervenir para pedir a un grupo de jóvenes que dejasen de gritar «¡Gora Euzkadi!». Aquellos requerimientos derivaron en disparos que, como consecuencia, acabaron con un cabo del Cuerpo de Seguridad gravemente herido. A esto le siguieron carreras, insultos, golpes, sablazos y más disparos. La zona del Boulevard se convirtió en un campo de batalla. La gente corría aterrorizada y se cobijaba donde podía. Todos se temieron lo peor. La prensa informó de los hechos de una manera muy dispar. Mientras que para El Noticiero Bilbaíno todo había sido responsabilidad de jóvenes nacionalistas violentos, para el Euzkadi las cosas habían sido muy diferentes. «Ayer pudo ocurrir una catástrofe por la desacompasada y censurable actitud de la fuerza pública», que mostraba un claro «odio de razas». Se acusaba a los guardias de haber sido ellos los provocadores y se señalaba que el disparo que había herido al cabo había salido de la pistola de un joven españolista. No fueron los nacionalistas, se dijo. Pese a todo y con todo, la polémica estaba servida. El enfrentamiento entre patriotas vascos y españolistas era un hecho innegable.
Aquellos hechos de diciembre de hace un siglo evidenciaron el mal momento por el que pasaba el nacionalismo vasco. Su pérdida de poder y el progresivo aislamiento al que era sometido por el Estado confirmaron el inicio de un proceso que habría de ser clave para las estrategias nacionalistas en el futuro.
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