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Hay un momento, en el documental 'La fábrica de mi padre', en el que se escucha el poema de Gregorio San Juan titulado 'Digo quiénes componen mi pueblo'. Es una enumeración de más de sesenta oficios de la Bizkaia industrial: por los versos van desfilando ... torneros, ajustadores, punzoneros, mandrinadores, enganchadores, bobinadores, prensadores, cuchareros, galvanizadores, enyutadores, sulfateros, decapadores, correístas, rebabadores, esmeriladores... El autor trazaba ahí un censo del lugar donde creció, Barakaldo, pero sirve como retrato melancólico de buena parte del territorio: el siglo XX vizcaíno puede contarse a través de un puñado de grandes empresas donde trabajaba –donde, en sentido amplio, vivía– ese fabuloso ejército de operarios. Y el documental, que está dirigido por Mikel Toral y Txutxi Paredes y se presenta este lunes 13 en el Euskalduna (con el aforo ya completo), trata de evitar que aquella memoria se borre, igual que a algunos se nos escapa ya en qué consistían muchas de aquellas tareas.
«El entorno de Bilbao se convirtió a finales del XIX en una inmensa fábrica», resumen los responsables de la película, promovida por la asociación Cultura Abierta/Kultura Irekia en colaboración con el Departamento de Empleo de la Diputación. Y, ya a mediados del XX, aquel tejido industrial propició una nueva transformación social: entre 1950 y 1975, la población de Bizkaia prácticamente se duplicó. Firmas como Altos Hornos de Vizcaya, Unión Explosivos Río Tinto, Babcock Wilcox, General Eléctrica, Astilleros Españoles, Petronor, Echevarría, Sefanitro o Firestone sonaban como un conjuro en los oídos de las clases populares de las comarcas rurales, donde la industria tenía más que ver con los sueños que con la realidad cotidiana.
Ante la cámara del documental, igual que los obreros del poema, van pasando personas que trabajaron en aquellas firmas emblemáticas y en otras más pequeñas pero igualmente relevantes. Y lo primero que analizan es precisamente aquel éxodo multitudinario a la caza de un porvenir. «El recuerdo que tenemos todos es que la gente se marchaba el 1 de agosto al pueblo y el encargado le decía: 'Tienes que venir con dos o tres, porque va a haber puestos de trabajo, ¡dile al primo que venga!», evoca Txato Etxaniz, de Dalia, la 'cucharera' de Gernika. «Mi barrio era como las autonomías: en mi portal estaban los gallegos del primero, la navarra, la de Zaragoza, la riojana, otros gallegos y los de delante de casa de mis padres, de Álava», va repasando Edurne Urkiza, igual que si subiese por la escalera de aquel bloque bullicioso poblado por empleados de la Papelera de Arrigorriaga.
Muchas de aquellas empresas aplicaban estrategias paternalistas, con sus parques de viviendas, sus economatos, sus actividades lúdicas... «Tú entrabas en una fábrica y era para toda la vida, y seguramente te sustituía tu hijo. La llamabas 'tu fábrica' porque te lo daba todo: los viajes, las vacaciones, la ropa, la comida, hasta la misa», resume Javier Martínez, de Sefanitro. La consecuencia inmediata de aquello era un fortísimo sentido de pertenencia: el trabajo se incorporaba a la identidad personal de una manera que a los jóvenes de hoy les resulta chocante. «Uno era de Sestao, de Las Arenas, de Portugalete o de Barakaldo, pero era sobre todo de la Babcock, de Altos Hornos, de La Naval, de la General...», sentencia Luis María Pariza, de Babcock Wilcox. «Era tu segunda familia. Decir que trabajabas en Euskalduna era como tener un diploma», apunta Lupi Rodríguez, que formaba parte de la plantilla del astillero.
Era un mundo a turnos, puntuado por el ulular de sirenas y cuernos, en el que se trabajaba mucho y, a menudo, en unas condiciones muy alejadas de lo ideal. «Veinticuatro y veintiséis horas seguidas he estado trabajando yo», recuerda Rafael Paredes de sus tiempos en Echevarría. «Había muchísimos accidentes. En la época de más trabajo, la media era un muerto al mes», concreta Luis Alejos, de La Naval. En algunas empresas «había mucha gente sin piernas o sin brazos», o «faltaban muchos dedos», e incontables obreros se llevaron en los pulmones la huella siniestra de lo que habían inhalado a diario, primero en la fábrica y después en aquellos bares llenos de humo. Era un mundo mayoritariamente masculino, pero también trabajaban mujeres, por no hablar de las esposas, sufridas a la vez que combativas, indispensables cuando brotaba el conflicto laboral.
Porque de aquella relación paternalista se fue derivando hacia el enfrentamiento. 'La fábrica de mi padre' examina las huelgas pioneras de los 60, la politización progresiva de los 70, el drama íntimo y social de la reconversión... «Recuerdo alguna concentración en la plaza de Sestao, yo creo que con motivo de los asesinatos de Vitoria: subíamos a lo mejor tres mil de la Babcock, mil de la General, dos mil de La Naval, tres mil de Altos Hornos... Hicimos unas asambleas de a lo mejor diez mil o quince mil personas», calcula Luis María Pariza. «Las ganas de vivir mejor, de no tener que pedir préstamos ni vivir en casas ajenas, unidas a las ganas de los revolucionarios de acabar con el régimen, hicieron que en Euskadi, sobre todo en Bizkaia, las movilizaciones fuesen impresionantes», confirma Javier Martínez.
El coro de testimonios permite trazar el arco que lleva desde la ilusión por un futuro más amable hasta el orgullo de pertenecer a un gran proyecto, después a la lucha obrera y finalmente al desengaño de la desindustrialización. El desmantelamiento de aquellas factorías, como gigantes mitológicos de tiempos pasados, condenó a muchos vizcaínos a una crónica y mortificante desubicación: «Una parte fundamental de su identidad quedaba mutilada –concluye en el documental el sociólogo Imanol Zubero–. A mí me ha comentado gente que, el día que se apagó la llama de la chimenea de Altos Hornos, fue como si hubiese llegado el fin del mundo. Muchas mañanas, lo primero que hacían era mirar».
«Para contar la Bizkaia que somos, resulta imprescindible hablar de la Bizkaia que fuimos», plantea la diputada de Empleo, Cohesión Social e Igualdad, Teresa Laespada, cuyo departamento ha financiado la realización del documental. «Se trata de una memoria –añade– que nos permite reivindicar esa herencia recibida, ser conscientes de la fortuna que tenemos al haber nacido en un territorio rico gracias a muchas personas que se dejaron la piel en aquellos trabajos y aquellas fábricas. Es una mirada justa y necesaria a la Bizkaia industrial de la segunda mitad del siglo XX, cimentada en el trabajo duro y generoso de miles de personas».
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