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FERMÍN APEZTEGUIA
Domingo, 9 de septiembre 2018
Qué ocurre detrás de las puertas batientes de un quirófano? ¿Cómo es posible que médicos, anestesistas y enfermeras aguanten horas y horas sin tomarse ni siquiera un respiro? ¿Cómo lo hacen? Y lo que más intriga, ¿por qué necesitan tanto tiempo? «Imagínese que tenemos problemas con una arteria del hígado, que para nosotros es algo muy importante», explica Patricia Ortiz, cirujana de la Unidad de Trasplante Hepático del hospital de Cruces. «Una arteria hepática -detalla- es algo del tamaño de la mina de un boli. Nos ponemos a mirarla, y tenemos que hacerlo en una posición muy incómoda, porque el hígado se sitúa justo detrás de las costillas; no es fácil llegar a él. La reparas y no va bien; y lo corriges y sigue sin funcionar como quieres. Cuando por fin lo consigues, ha pasado hora y media. Te has tirado 90 minutos intentando poner una arteria en su sitio», describe la especialista. Cuatro miembros del equipo de Trasplante Hepático de Cruces, centro de referencia de la especialidad en Euskadi, relatan la manera en que afrontan las intervenciones más largas. Las tensiones y los momentos de relajación que se viven dentro y fuera del hospital, en la sala de operaciones y en la de estar.
Una operación de trasplante hepático viene a durar una media de cuatro horas, según detalla Andrés Valdivieso, 63 años y jefe de la unidad. El especialista formó parte del equipo original de cirujanos que puso en marcha el servicio en 1996. Desde entonces ha cambiado de hígado a casi 1.400 pacientes. Al principio, las intervenciones se prolongaban hasta seis horas, pero la pericia y la mejora de los equipos han reducido los tiempos de manera sustancial. Su grupo no sólo se dedica a trasplantes, sino que también practica todo tipo de intervenciones que afecten al hígado, las vías biliares y el páncreas.
En su caso, las cirugías más largas se prolongan entre nueve y diez horas, pero recientemente, según cuenta, les tocó una de dieciséis. Desde las nueve de la mañana hasta la una de la madrugada. Fue un tumor hepático, algo muy complejo. «No es lo habitual, a mí me habrán tocado dos operaciones así en mi vida. Y te dejan destrozado -relata-, porque el tiempo en el quirófano pasa sin que te enteres. Da igual dos horas que ocho. Estás tan concentrado en tu trabajo, que no puedes parar; y cuando terminas, es cuando lo notas».
Por muy larga que resulte la intervención para la familia que aguarda en la sala de espera o la cafetería, el tiempo de quirófano está muy medido. No se pierde ni un segundo. El primero en intervenir es el equipo de anestesia, que prepara al paciente «para que llegue en el mejor estado posible» a la cirugía y, el día en cuestión, se ocupa no solo de dormirle, sino de vigilar permanentemente sus constantes vitales. «A menudo, la familia cree que llevamos una hora de operación, cuando en realidad acaba de comenzar», explica Gorka Ojinaga, anestesista de 41 años que lleva diez en la unidad.
Tres enfermeras se ocupan de que todo marche sobre ruedas. Una de ellas asiste al anestesista, vigilando con él la monitorización, facilitándole la medicación... Otra entra y sale de quirófano si es necesario, anota los tiempos de la cirugía y sirve al equipo, especialmente a la enfermera 'instrumentista', la tercera, que asiste al cirujano principal. «Nos vamos rotando en una y otra tarea y le aseguro que la más estresante es la de instrumentista. Es una tarea tan intensa, requiere tal grado de concentración que pierdes la noción del tiempo, el cansancio, el hambre o la sed», pormenoriza Natalia Hidalgo, de 42 años, que lleva tres y medio en la unidad, después de muchos atendiendo a pacientes en planta.
El trabajo en el quirófano, independientemente del tiempo de la cirugía, no es tan distendido como a menudo se ve en el cine y la televisión. Nunca se detiene. «Eso de 'vamos a parar cinco minutos para un café y seguimos' es un recurso de las series y películas de médicos», comenta Patricia Ortiz, que lleva 15 años en Trasplante Hepático. La cirugía no se interrumpe ni para ir al baño. Ni siquiera para refrescarse. «La vida real es que estás tan concentrada, con tu adrenalina a tope, que todo lo demás no existe. Como mucho, de vez en cuando, una enfermera te da un poco de agua que bebes con una pajita, mientras sigues a lo tuyo. ¡Nada más! Eso implica que te puedes tirar tres horas en una misma posición, apoyando el cuerpo sobre la misma pierna y sin darte cuenta. Cuando terminas, tu pierna se ha bloqueado».
El quirófano requiere, por ello, estar en plenas condiciones físicas. Andrés y Patricia acuden a un gimnasio para mantenerse en forma y liberar estrés. Gorka y Natalia también practican ejercicio con regularidad, aunque por una mera cuestión de salud. «Con las posturas que cogemos, no nos queda otra. O vas al gimnasio o tendría que haber un 'fisio' en la unidad», bromea la cirujana, poniendo en su humor una dosis terapéutica de acidez.
Además de condición física, el quirófano requiere, por encima de todo, profesionalidad. Uno tiende a pensar que el éxito de la cirugía depende, en cierta medida, de la relación que tengan entre sí los especialistas que están alrededor de una personas con las tripas abiertas. Pero «no es algo realmente imprescindible», detalla Valdivieso. «Como en cualquier otra profesión, si tu trabajo lo haces bien, no tienes por qué ser amigo del de enfrente. Ahora bien», matiza a renglón seguido, «cuanto mejor es la relación, mejor van las cosas».
Patricia Ortiz soñó con trabajar en un quirófano desde niña. «Soy médico porque quise ser cirujana», explica. Ella, como el resto del equipo de Trasplante Hepático, es consciente de que si en una especialidad médica pesa lo vocacional es en la suya. Su jefe recuerda que la mayoría de los cirujanos de trasplantes están divorciados. Todos ellos saben muy bien por qué. «Si te tocan guardias, tú sabes que el jueves que viene, de tres de la tarde a ocho de la mañana estarás en el hospital, pero el trasplante requiere dedicación plena», aclara Valdivieso.
Las relaciones familiares, según cuentan, generan más tensiones que el quirófano. «Mi marido nunca me ha puesto pegas y mis hijos, de 14 y 12 años, lo llevan muy bien. Pero puede ocurrirte y ocurre, que tienes tres trasplantes en un fin de semana; y ese fin de semanas sabes que no te van a ver el pelo», se lamenta. «Imagínese cuando esos niños son pequeños, y lo que tienen son dos años y cuatro meses. Cuando por fin termina la cirugía, vas a casa con la ilusión de verles y en las puertas giratorias del hospital te suena el busca». Patricia lo tiene claro: «Mi familia lo vive con naturalidad. Lo ven como algo normal, pero tú tienes que llamar a casa y decirles a tus hijos que no vas. Es durísimo».
EL FINAL DE LA OPERACIÓN
La distensión sólo llega al quirófano cuando el cirujano determina que, por fin, todo está controlado. No hay un anuncio oficial. Todo el mundo en la sala de operaciones conoce bien el protocolo y sabe cuándo es el momento, que por lo general llega cuando se comienza a 'cerrar' al paciente.
El silencio de la sala, roto sólo por las órdenes de quien dirige la intervención y el chasquido metálico del instrumental quirúrgico, termina casi siempre con un comentario informal. «'¿Qué tal tu hijo, le has mandado por fin a Irlanda?' o 'Oye, he ido a ver la película que me dijiste el otro día'», cita como ejemplo Andrés Valdivieso. A menudo, en esos momentos, también se abre paso la última jornada de la liga de fútbol. «¿Qué, sufriste ayer mucho con el Athletic?». El ambiente, según explica el jefe de Trasplante Hepático, cambia a partir de ese momento de una manera «radical».
Durante años, estuvo muy de moda poner música en la sala de operaciones para hacer más llevaderas las intervenciones, en especial las más largas. En 2003, un estudio señalaba que hasta el 83% de los cirujanos operaba al son de sus compositores favoritos. Es una tendencia cada vez más en desuso, pero que tampoco ha desaparecido. La música se reserva lógicamente para los momentos de menor tensión. La autoriza el cirujano que dirige la intervención, una vez que todo está controlado.
En el quirófano de trasplantes, nunca se pincha música, pero cuando se trata de cirugías más largas tampoco se desprecia. En general, suena más rock que clásica. «Estamos más cerca de Bruce Springsteen que de Mozart o Vivaldi», confiesa Patricia Ortiz.
El cambio del silencio al 'ruido' es determinante. Cae el estrés. La música relaja, libera tensiones y cubre los chasquidos metálicos del instrumental quirúrgico y el monótono sonido de fondo que generan las máquinas de anestesia. «A veces -confiesa Valdivieso- hasta cantamos los cirujanos. Cuando todo se relaja, en los últimos momentos, ya es otra cosa. No tiene nada que ver».
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