A Juan Manuel Santana siempre le ha gustado definirse como «tendero», aunque, en realidad, ninguno de los dos establecimientos que han marcado su vida se ajusta del todo al concepto tradicional de 'tienda'. El primero, el que despertó su vocación, fue el puesto de encurtidos ... que regentaba su madre en el barrio de Cueto, en Sestao. El otro, en el que empezó a trabajar de adolescente, es El Corte Inglés de Bilbao, un gigante por el que se mueve igual que si fuera su casa. Santana, como le llaman todos, es algo así como la memoria viva del centro comercial. Un ejemplo: este solar lo ocupaba antes un colegio, el Sagrado Corazón, y Santana va andando por la planta de Mujer y es muy consciente del momento en el que pasa de lo que fue el patio a lo que fueron las aulas.
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El tendero Santana empezó a despuntar en el bullicioso puestecito de la madre, entre pepinillos, cebolletas, aceitunas y escabeches. «Me encantaba trastear allí. Mi hermano no lo pisaba nunca y yo, en cambio, no salía: me gustaba meter las cosas en la bolsa, pesar, cobrar... ¡Me gustaba el comercio! Era un poquito verdulero yo entonces, me reñían porque solía tratar a todo el mundo de tú: luego ha pasado lo contrario, que sigo con el usted y todos me piden que los tutee». Un compañero del barrio, Benito, avisó a la madre de que El Corte Inglés (entonces una novedad, porque no llevaba más que cinco años abierto) estaba buscando trabajadores eventuales. «Mi madre y mi padre no querían que me apuntase, pero a mí me interesaba sacarme un dinerito y era solo para un mes, así que me dejaron». Aquel mes se iría alargando y alargando hasta convertirse en 48 años de nada.
«Yo nací en 1960 y entonces tenía 14. Aún iba en pantalón corto», evoca. Primero estuvo en los almacenes de Galdakao («no había salido de mi barrio y no sabía ni dónde estaba Galdakao»), pero pronto pasó al centro comercial de Gran Vía. «Al entrar se me iluminaron los ojos. Yo hasta ese momento lo único que conocía de El Corte Inglés eran los escaparates. No tardé nada en darme cuenta de que aquello era lo mío. Me encantaba pasear solo por la planta cuando el centro estaba cerrado, como si fuera el rey del mundo. Veía la trastienda y cada día descubría una cosa nueva». Tuvo que pelearse con los padres e incluso con el maestro para dejar de estudiar, pero acabó saliéndose con la suya. De repartir composturas por el edificio pasó a vender complementos en la mítica Planta Joven, aquel concepto que deslumbró en los 70. «Allí estaba en mi salsa, con mi jefe en otra planta. El departamento era mío, yo decidía: me presentaba media hora antes que los veteranos para llevarme lo mejor que hubiese en el surtido».
- Y, viniendo de los encurtidos, ¿qué sabía usted de ropa?
- Yo de ropa no sabía nada.
Pero, a cambio, el chavalillo Santana estaba bien... arropado. «La mayoría de mis compañeros venían de las tiendas de las Siete Calles: eran sastres, camiseros... Sabían mucho y me lo enseñaron todo. Les veía atender a cinco o seis clientes al mismo tiempo y todos salían satisfechos, mientras que a mí un solo cliente me costaba un mundo. Son tablas que se van adquiriendo». También aprendió de ellos habilidades más inmediatas y urgentes: «Me enseñaron a hacer el nudo de la corbata. Me resultaba más fácil hacérselo a un cliente que a mí mismo, porque me veía en el espejo y me liaba con los movimientos. Tuve que aprender a hacérmelo sin espejo». A la vez, se iba apuntando a todos los programas de formación que ofrecía la empresa: «La primera vez que pisé Madrid fue para un curso de prácticas de venta. Montar en avión fue una experiencia tremenda para mí, y encima en aquel primer viaje me pusieron en primera clase. Tenía 16 o 17 años y me encontré rodeado de ejecutivos bancarios».
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La mili, el latoso paréntesis que interrumpe la biografía de millones de españoles, le tocó en Ceuta. «Me saqué el carné de camión y ya no me bajé del vehículo: iba al puerto a cargar armamento nuevo y volvía con armamento viejo. Transportaba hasta carros de combate en el camión». El intento de golpe de estado del 23-F le pilló, de hecho, recorriendo Ceuta con un camión repleto de armas, una situación bastante incómoda en aquellas circunstancias de tanta incertidumbre: «Habían cerrado todos los cuarteles y ya no podía entrar con el camión», se ríe ahora. En el momento no le hizo tanta gracia.
Juan Manuel se casó con Arantxa a los 25 años («sin ella no habría sido nadie», insiste) y poco después le hicieron jefe. Pasó por los departamentos de Punto y Camisería, en Caballeros, y más tarde recaló en Lencería y Corsetería de Baño, ya en Mujer. «Aquella era una mercancía que jamás había trabajado, en la que jamás me había fijado. Me parecía un mundo: las copas C, B, A... Era superior a mis fuerzas, se lo contaba a mi mujer y se reía de mí». De departamento en departamento, ya no ha salido de esta planta. «Estuve muy feliz en Caballeros, pero todavía más en Mujer, porque es más complicado y te obliga a mantenerte muy atento para no perder el hilo. La moda femenina tiene diez veces más recorrido que la masculina, son novedades sobre novedades, mientras que los caballeros no salían del traje azul marino».
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- Le ha tocado trabajar muchos años rodeado de mujeres...
- Y muy bien, porque es el género con el que mejor me llevo.
Más allá del traje azul y los bikinis que se iban volviendo cada vez más exiguos, hay un par de prendas que se siguen dibujando nítidamente en su memoria. «Hubo una americana... Venía de Italia, era de lino, costaba una fortuna y era lo más horroroso que yo había visto, con un diseño geométrico blanco y negro. Era imposible de vender y creo que acabamos devolviéndolas todas. Tres o cuatro años después, las vi almacenadas en Madrid y me las traje al 70%... ¡Fueron un éxito! O se habían adelantado a los tiempos o el precio original era prohibitivo. Luego la veía por la calle y hasta a mí me gustaba: ¡me arrepentí de no haberme quedado una!». La otra prenda que se le presenta al echar la vista atrás es un polo Lacoste, o más bien cientos de ellos. «Por los Juegos Olímpicos del 92 lanzaron una colección que llevaba en el cuello los colores de banderas de distintos países. Yo pedí todos los que hubiese de la italiana y no sé los que pude llegar a vender. En otros centros no lo entendían, no se daban cuenta de que también eran los colores de la ikurriña».
Ahora llega la retirada. Aquel chaval que entró en pantalones cortos sale 48 años después convertido en jubilado y en padre de dos hijos adultos, Urko y Xandra. ¿No le da un poquito de vértigo? «Soy el último mohicano, el último tendero... Como dice todo el mundo, ahora mi objetivo es viajar, estar con mi familia y mis amigos y sacar algún rato para aburrirme un poco. Tengo el don de que soy madrugador y me gusta mucho andar, de Zorroza a Bilbao y vuelta. Y seguiré haciendo las escapaditas con compañeros que ya no son amigos, son hermanos: sé que, si necesito un riñón, me lo van a dar, y yo a ellos igual», plantea. La semana pasada fue su último día (aunque, por esas cosas de la jubilación con contratos de relevo, le tocará reengancharse unas jornadas a finales de año) y la despedida fue proporcional al tiempo que ha pasado aquí dentro.
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«La verdad es que no tenía previsto despedirme mucho, porque no quería lagrimeos. Noté que se estaba tramando algo, porque me movía, por ejemplo, a Talla y Moda y me preguntaban adónde iba. 'Pero qué os importa, si llevo toda la vida aquí y nunca me habéis preguntado...'». Al final de la mañana, directamente le prohibieron desplazarse más y acabaron montándole un espectacular pasillo, al estilo de los homenajes en los campos de fútbol: «La gente se preguntaría quién era ese señor, con las chavalas gritando mi nombre como si fuese un actor».
Por la tarde, ya con el centro comercial cerrado, se repitió la operación, y en el vídeo se ve a un Santana conmovido que desfila bajo una larga bóveda de perchas sostenidas en alto, mientras a su alrededor llueven serpentinas y confeti. «Cuando me preguntaban qué quería de regalo, yo siempre respondía que algo que yo no pudiera comprar, y lo han conseguido. Me han dado un retrato que me ha hecho una compañera y un libro de dedicatorias impresionante, ¡incluso los jubilados vinieron a firmar! Cada vez que me pongo a leerlo, me emociono y tengo que dejarlo. Mi mujer sí lo ha leído dos o tres veces y me lo va contando. Es una de las cosas más hermosas que he vivido».
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