En diciembre de 1989, una bomba de ETA destrozó las manos y la cara a un artificiero de la Policía Nacional. Su compañero, fuera de sí tras la explosión, descargó la tensión conmigo
Los desactivadores siempre me han parecido los mejores profesionales de las fuerzas de seguridad. Las cosas se nos van olvidando y hoy, por mucho que ... nos esforcemos, nos cuesta asumir lo jodido que llegaba a ser ese trabajo en las peores épocas del terrorismo de ETA, cuando se producían atentados casi a diario: si no era un paquete, era un coche bomba, y los artificieros estaban allí, en primera fila, arriesgando la vida y más de una vez perdiéndola. Era asombroso verlos trabajar, con aquella serenidad y aquel aplomo, y además eran unos tíos superagradables en el trato, una gente estupenda. Uno podría preguntarse por qué se metían en eso en vez de dedicarse a ocupaciones menos expuestas, pero se notaba que lo vivían y que, en cierto modo, disfrutaban de ese reto que les planteaba cada nuevo artefacto. Lo triste es que los malos siempre iban por delante y podían montar una trampa, como hicieron en Zorroza en mayo de 1989, cuando mataron a un artificiero de la Ertzaintza y dos del Cuerpo Nacional de Policía.
LUIS CALABOR
Yo me acuerdo a menudo de otra jornada de aquel mismo año, el 14 de diciembre de 1989, porque da una idea de lo que suponía aquella sangría cotidiana y también de lo que aquel tipo de vida, sujeto a tensiones extremas, puede hacer con un sistema nervioso. Todo empezó cuando una llamada de ETA alertó a 'Egin' de la colocación de una bomba lapa, y el aviso pasó después a la DYA y la Policía. Era un vehículo de un funcionario del Gobierno Militar, hijo de un sargento del Ejército, que se lo había llevado de Bilbao hasta Leioa sin que el artefacto estallase. El coche, un 'Fiat Uno', se localizó en la Avenida Amaia de Leioa y la Policía Nacional acordonó la zona a eso de las nueve y media de la noche para que dos de sus desactivadores se pusiesen a ello.
Hoy en día, a nadie se le ocurriría trabajar así. Con un carro, a distancia, sí, pero no metiendo el morro debajo del coche. Eran otros tiempos y, a veces, los artificieros arriesgaban demasiado: eran muy buenos y siempre intentaban desactivar las bombas para después investigarlas, sacar huellas... Yo también llegué al lugar y me coloqué cerca, parapetado detrás de un vehículo: como me conocían, nadie me dijo nada. ¡Había trabajado con ellos en muchísimas ocasiones!
De pronto, el pepinazo. ¡Fue tremendo! Parte de la carrocería del coche me cayó al lado. Por un momento pensé que le habían puesto un cebo para hacer que la bomba explotase, pero vi cómo salían corriendo hacia allí los agentes del cordón y me di cuenta de lo que había pasado. Yo también me acerqué. Uno de los artificieros estaba en el suelo: la bomba le había alcanzado de lleno, cuando estaba agachado junto al coche, y le había destrozado las manos y la cara. Quedó con secuelas gravísimas para el resto de su vida. El otro, que había salido mejor parado, se levantó del suelo y me vio a mí, que llegaba el primero. El hombre estaba desquiciado, no sabía ni dónde estaba, y empezó a pegarme patadas y puñetazos. Me metió una buena colección de hostias. ¿Quién es capaz de ponerse en el lugar de aquel policía totalmente descolocado, que había estado a punto de perder la vida? No pude hacer más que un par de fotos.
Meses después, me encontré con él por Bilbao: seguía de baja, con problemas en los oídos, y se acercó para pedirme perdón casi llorando. Me dijo que en aquel momento no era consciente de nada. Yo le respondí que no pasaba nada, claro. Aquel día yo estaba donde no tenía que estar y por eso me llevé las hostias: me las llevé, me las quedé y la cosa no salió de allí. Igual que fui yo, habría podido ser uno de los suyos o una monja que hubiese pasado en aquel momento por allí.
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