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Jon Agiriano
Jueves, 19 de noviembre 2015, 02:17
Will Carling publicó ayer en Twitter el selfie que se hizo junto a Jonah Lomu en Twickenham el pasado 31 de octubre. Debajo de la ... fotografía, un mensaje: «Justo antes de la final de la RWC con el gran hombre. Descansa en paz, leyenda. Amable fuera del campo, impresionante e imparable dentro de él». El gran capitán de Inglaterra conocía bien al gigante de Auckland. Lo sufrió en sus carnes varias veces, pero sobre todo la primera, que no fue otra que la histórica semifinal del Mundial de Sudáfrica. Jonah Lomu, un joven maorí de veinte años hijo de padres tonganos que sólo había jugado dos veces con los All Blacks, salió de aquel partido convertido en una estrella del deporte a nivel planetario, la primera que daba el rugby. Fue algo prodigioso. Y no se trata de que hiciera cuatro ensayos. Lo extraordinario fue cómo los hizo, la capacidad de devastación que demostró al realizarlos. Nunca se había visto algo así, un coloso de 1,95 metros y 119 kilos que, en lugar de jugar en la delantera, como dictaría cualquier canon, lo hacía de ala gracias a una cintura de espadachín y a una velocidad portentosa en alguien de su tamaño: 10,8 segundos los 100 metros.
Seguro que ayer, mientras la gran familia del rugby lloraba su muerte repentina por un paro cardiaco en su casa de Auckland y los mensajes de condolencia inundaban las redes sociales, millones de aficionados recordaron aquellos momentos sublimes en el estadio Newlands de Ciudad del Cabo. El primero de sus cuatro ensayos es uno de los más famosos de la historia. Lomu tuvo primero que atrapar un balón que le había pasado por encima. Luego metió la directa. Dos ingleses se le lanzaron a los pies sin poder derribarle. El 11 de los All Blacks continuó su carrera. Alguien dijo una vez que sus pisadas podían oírse desde muy lejos, poniendo la oreja en el suelo o sobre las vías, como las de los bisontes en estampida o los trenes a toda máquina.
Mandela en Ellis Park
Es posible que a Mike Catt, el back inglés de origen sudafricano, el hombre al que aquella tarde el destino condenó a ser el último jugador en interponerse entre Lomu y la tierra prometida del ensayo, le haya quedado para siempre esa duda. Me refiero a si lo que le pasó por encima cuando se lanzó a placarle por la cintura fue una manada de bisontes o el expreso Port Elizabeth-Durban que algún día, siendo un niño, cogió con su madre. Catt, un gran tipo, se tomó aquel atropello con humor y deportividad, que a ciertos efectos vienen a ser lo mismo. Se consoló pensando que, durante el resto de su carrera, ya no iba a tener que enfrentarse, «a nada más grande o más fuerte», y además, se hizo famoso. «Me puso en el mapa internacional, todos sabían quién era yo. Por las razones equivocadas», bromeó.
Lomu se convirtió en un ídolo en aquel Mundial que, contra todo pronóstico, Nueva Zelanda no pudo ganar. Siempre se ha dicho que Nelson Mandela, con su aura cercana a la santidad y con la atmósfera que se creó en Ellis Park aquel 24 de junio de 1995, ha sido el único capaz de detenerle. Esto, sin embargo, no es del todo exacto. También le detuvo Francia en las semifinales de la RWC de 1999, una derrota dolorosa que le impidió coronarse como campeón del mundo. Y es que cuatro años después, los problemas renales que venía arrastrando desde 1996, cuando le diagnosticaron una rara enfermedad degenerativa de origen genético llamada síndrome nefrítico, se le agravaron hasta acabar provocando su retirada. Después de 63 partidos y 37 ensayos con los All Blacks, necesitaba un trasplante de riñón.
La noticia fue un golpe bajo. Por un lado, estaba la pena egoísta por lo que íbamos perdernos. Ni más ni menos que a la «megaestrella del rugby», como la calificó ayer, muy afectado, el propio Jonny Wilkinson. Ya no podríamos verle protagonizando sus cabalgadas portentosas y dispersando contrarios con un juego de hand off -apartar al rival con el brazo estirado- inigualable. (Por cierto, a esta técnica, raffut para los franceses, los australianos le dan un nombre divertido, muy apropiado para el mensaje que enviaba Lomu a sus rivales: dont argue, no discutas). Por otro lado, estaban la rabia y la extrañeza. Había algo improcedente en el hecho de que unos virus pudieran derribar a una fuerza de la naturaleza que parecía todopoderosa e invencible. El trasplante fue una esperanza para el jugador, que en los años posteriores intentó el retorno en equipos como el Cardiff Blues o el modesto Marseille Vitrolles. Llegó a jugar, pero ya no era lo mismo. Nunca volvió a serlo. No ha sido fácil verle estos últimos años, vulnerable, después de sufrir un inesperado rechazo del trasplante. Pero ya nos habíamos acostumbrado. Y teníamos el consuelo de saber que, a pesar de las horas inagotables de diálisis, el gigante maorí era feliz con su tercera esposa y con sus dos hijos, y que había disfrutado mucho con el tercer título de su selección y con la alegría de todo un país que, tres semanas después, llora por él.
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