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ROBERT BASIC
Viernes, 12 de junio 2015, 00:47
A Ivano Balic le vi jugar por primera vez con el Metkovic, antes de que explotara en el desaparecido Portland San Antonio, un equipo croata con mucha tradición en el mundo del balonmano. Tendría entonces poco más de 20 años y hacía cosas increíbles con ... el balón, dibujaba unos movimientos desesperantes para las defensas rivales y veía lo que no veía nadie: un hueco inexistente por el que colarse, un pase que desafiaba la lógica y una rapidez de lanzamiento que frustraba a las torres que tenía enfrente y también al portero, que no sabía muy bien por dónde se había colado aquel obús. Todavía me sorprendía más su aparente apatía en la cancha, sus andares cansinos, que de repente se convertían en una genialidad en forma de asistencia o gol. Parecía que le habían obligado a cambiarse y a jugar, que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio que en un pabellón soportando golpes y agarrones de tipos de más de dos metros y 100 kilos de peso, en la playa o viendo un partido de la NBA, pero en realidad disfrutaba con el balón en la mano. Era su vida, la felicidad. La semana pasada, todavía con la camiseta del Wetzlar alemán, anunció que lo dejaba. El genio decidió volver a la lámpara, pero el recuerdo de su juego permanecerá vivo para siempre.
Nacido en el seno de una familia consagrada al balonmano lo jugaron su padre y su madre, Balic amaba el baloncesto. Más bien a la NBA, a los Celtics, por lo que decidió probarse en el deporte de la canasta. Pero sobre todo le seducía aquella Jugoplastika mágica de la década de los ochenta, un Toni Kukoc sideral, y quería ser uno de ellos. Lo hacía bien el chaval, talento puro, pero llegó un momento en el que no lo veía claro y cambió los seis años bajos los aros por las porterías. Le convenció un amigo de su padre y de la noche a la mañana se convirtió en una de las mayores promesas del país, un diamante en bruto pulido en un abrir y cerrar de ojos. Del Metkovic dio el salto al Portland y ahí deslumbró definitivamente al mundo. En Pamplona coincidió un año con su ídolo Jackson Richardson y heredó sus galones cuando el francés se marchó al Chambéry. El central croata hacía posible lo imposible y arrancaba aplausos en todos los pabellones de Europa.
Su juego era poesía pura. Había que emplearse muy a fondo para pararle en una de sus innumerables fintas, con las que sufrían los mejores defensores del mundo. Además, sus recursos eran infinitos. Si no le salían, lanzaba; si lo hacían, buscaba el uno contra uno y luego el tiro aquí la variedad también era rica en matices; si llegaba ayuda, soltaba la asistencia. Los pivotes le adoraban, era su mejor amigo en la cancha, y los laterales en carrera, los extremos... Y tenía personalidad, mucha, que chocaba con ese aspecto de despistado y pasota que paseaba por algunas de las pistas más calientes de Europa. Frío por fuera y caliente por dentro, Balic se ganó el apodo de genio, tal vez la mejor manera de describir a un jugador distinto que poseía una visión panorámica del balonmano.
El croata ha decidido colgar las zapatillas tras ganarlo prácticamente todo, tanto a nivel de clubes como de la selección. Con el Portland se llevó la ASOBAL y la Supercopa de España, cuando todavía había equipos que le discutían los títulos al Barça, con el mítico Zagreb conquistó cuatro Ligas y otras tantas Copas y en el año que estuvo en el Atlético también desaparecido y borrado por la crisis ganó el Mundial de clubes y la Copa del Rey. Con Croacia se hizo con un Campeonato del Mundo y con el oro olímpico en Atenas. Solo le falta el Europeo tiene dos platas y un bronce y todavía le escuece aquella final perdida contra Dinamarca. Él dice que no la perdieron, sino que les robaron los árbitros. "Se merecían un puñetazo", dijo con toda la tranquilidad del mundo en una entrevista con un periódico de su país. El balonmano le echará de menos, al genio de los andares cansinos y juego brillante.
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