Jon Agiriano
Sábado, 7 de mayo 2016, 01:38
Con las grandes montañas me ocurre lo mismo que con los mares lejanos: despiertan mi sed de aventuras hasta el punto de que me atornillan de inmediato al sofá dispuesto a consumir cualquier nueva gran historia sobre alpinistas y navegantes heroicos. Por supuesto, sigo con ... mucho interés la actualidad de regatas como la Vendée Globe o las ascensiones de los grandes himalayistas. De esta afición recibo muchas satisfacciones. Una de ellas es el descubrimiento de palabras mágicas que acaban teniendo el efecto de una contraseña que abre las puertas a un territorio inexplorado y fascinante. Una de ellos es Annapurna. ¡Qué nombre tan extraordinario! ¡Qué poder de sugestión tiene el hecho mismo de pronunciarla! Annapurna. Annapurna. Dicen que viene del sánscrito y que significa 'diosa de las cosechas o diosa de la abundancia'. Sánscrito. No dirán que no suena muy bien también. Es una pena que mueran lenguas con palabras tan bellas.
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Cuando pienso en el Annapurna hay dos momentos que me vienen a la cabeza de inmediato. El primero, sin duda, es el intento de rescate de Iñaki Ochoa de Olza en mayo de 2008. Pocas historias deportivas me han conmovido tanto. Cada cierto tiempo vuelvo a ver el documental que se rodó sobre aquella impresionante aventura; más que nada para congraciarme con el género humano. Digamos que, desde entonces, cada que vez que leo u oigo los nombres de Ueli Steck, Horia Colibasanu, Dennis Urubko o Don Bowie me pongo en posición de firmes y hago el ademán de quitarme una txapela imaginaria. El segundo momento inolvidable cronológicamente el primero fue la extraordinaria ascensión de Alberto Iñurrategi y Jean-Christophe Lafaille en 2002 por la arista Este, excelentemente narrada en sus crónicas para este periódico por mi compañero Fernando J. Pérez. Poco seriales deportivos he leído con tanto gusto.
El pasado domingo volví a saber del Annapurna cuando las agencias anunciaron que Carlos Soria había alcanzado su cima con 77 años. En lo primero que pensé, por supuesto, fue en el mérito impresionante de ser capaz de ascender una montaña tan peligrosa a una edad en la que el mayor riesgo asumible suele ser participar en una excursión del Inserso y tener que bailar la canción de 'Pajaritos' en una discoteca. Soria ya había hecho antes once 'ochomiles', diez de ellos después de cumplir los sesenta, pero reconozco que no le había prestado demasiada atención. Y no sólo porque en sus cimas más altas este veterano montañero abulense utilizara oxígeno artificial. Lo cierto es que un prejuicio tonto me hacía verle fuera de lugar en esas grandes montañas. Pensaba que su tiempo había pasado, que los grandes alpinista deben saber retirarse a tiempo, a veces hasta demasiado pronto como el mítico Walter Bonnati, y que su presencia en los campos bases del Himalaya o el Karakorum suponía ya una cierta extravagancia.
Pues bien, han bastado unas pocas lecturas, especialmente la crónica que escribió el lunes Óscar Gogorza en 'El País', para conocer al personaje, cambiar de opinión y ponerme en la lista de espera para el besamanos a Carlos Soria, al que deseo que cumpla pronto su objetivo de ascender a los catorce ochomiles. Y es que este abulense, tapicero de profesión, no se merece ningún prejuicio negativo. Dicen que es un compañero extraordinario, que mantiene intacta la pasión por la montaña después de cincuenta años de expediciones -hace más de 40 que participó en la primera al Himalaya y 29 de su primer ascensión a un 'ochomil', el Nanga Parbat-, y que está muy lejos de haber perdido el norte por la llegada de la fama y de un gran sponsor como el BBVA. Todo lo contrario. Soria sigue siendo un ejemplo de respeto a los mejores códigos de la montaña y tiene muy a gala -y con razón- no haber sido nunca rescatado. Entiendo ese ramalazo de dignidad por su parte. A cierta edad, aunque uno sea un héroe, lo último que quiere es ser un estorbo.
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