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iñigo crespo
Jueves, 10 de septiembre 2015, 02:30
«Veinte coronas a quien me quite el balón». Cuando era niño, Zlatan Ibrahimovic jugaba al fútbol en un campo estrecho y muy reducido, cerca de la casa de su madre. Ofrecía algo menos de dos euros a aquel que fuera capaz de anticipar sus ... regates y le arrebatara la pelota. Esa cantidad es menos pequeña de lo que parece en Rosengard, el suburbio de Malmö en el que creció una de las mayores estrellas del fútbol mundial. Aquella estrategia, nacida para tener algo de dinero en el bolsillo, cambiaría por completo el destino de Ibra.
La actual estrella del PSG reconoce en su autobiografía -que llega hoy a España- que se habría convertido en un delincuente de no ser por el fútbol. De hecho, en una de sus confesiones reconoce que puso su Porsche a 325 kilómetros por hora hasta que la policía «mordiera el polvo» y que acudía a entrenar en bicicletas robadas en su etapa de juvenil en el Malmö, el primer club serio en el que jugó. Sus profesores, además, aseguraban que era la persona más conflictiva con la que habían topado. Desde el comienzo le vieron como alguien diferente, y él se decidió a convertir eso en un arma poderosa. Procedía de un suburbio con muy mala prensa, era hijo de inmigrantes -él bosnio, ella croata- y, además, parecía no pensar nunca en el equipo. Estaba obsesionado por las filigranas, lo que él entendía como la máxima expresión del talento.
Junto a la casa de su madre casi nadie se asombraba por los goles, pero sí por las jugadas increíbles. Sin duda, esa admiración callejera le otorgó una perspectiva errónea sobre los principios del fútbol, pero le permitió tomar un camino que le ha convertido en uno de los jugadores más venerados del planeta. De hecho, es posible que la soberbia y esa exacerbada seguridad en sí mismo le haya llevado a firmar jugadas de ciencia ficción, que sólo intentarlas suponen una auténtica locura.
Ibrahimovic es puro orgullo. Le motiva ir contra corriente. Poco le ha importado que los padres de sus compañeros del equipo juvenil escribieran una carta conjunta para que le despidieran porque era problemático y no intentaba más que regates. Él continuó a lo suyo, con más determinación incluso. No descartó cambiar el fútbol por el hockey sobre hielo -no dio el paso porque el traje era muy caro- o el taekwondo, cansado de soportar la opinión de sus compañeros. Era un individualista en un deporte de equipo. Un inmigrante ladrón de bicicletas entre suecos bien educados. Durante su carrera no ha dejado de buscar el enfrentamiento y de convertir la adversidad en su motor. «El odio y la venganza me estimulan», asegura.
Desde luego, hay episodios y antecedentes que refrendan esa sentencia. La mayoría de ellos se ha resuelto con un giro espectacular en su vida, pero casi siempre se ha traducido en una mejora personal. En el Ajax, media plantilla se enfrentó a él por un rifirrafe con Van der Vaart. El centrocampista, ahora en el Betis, le acusó de haberle lesionado a conciencia durante un encuentro internacional. Los holandeses se pusieron a favor del canterano. Los extranjeros, de Ibra, que resolvió el entuerto con uno de los mejores goles de su vida tras regatear a medio equipo del NAC Breda mientras Van der Vaart miraba desde la grada, con gesto contrariado. Aquel tanto dio la vuelta al mundo y supuso su traspaso a la Juventus.
Ibrahimovic se encuentra mucho más cómodo con tipos como él, duros y con «pinta de mafiosos». En definitiva, con poderosos conscientes de que lo son. Leo Beenhakker, su descubridor en el Ajax; Mino Raiola, su codicioso e implacable representante; Luciano Moggi, el pez gordo de la Juventus que resultó el epicentro de uno de los mayores escándalos del fútbol y se derrumbó entre lágrimas en el vestuario; José Mourinho, por quien «daría la vida»; Fabio Capello, que le arrebató la condición de «artista» y lo convirtió en un «matón», y Adrian Mutu, sancionado por dar positivo por cocaína. En realidad, el sueco ha buscado en un mundo de élite y lujo a los chicos malos con los que pasaba el día a día en su barrio.
Quizás por eso saltaban chispas cuando coincidió con Guardiola. Es cierto que también ha encontrado amigos en tipos más calmados, como Maxwell, con el que coincidió en el Ajax, el Inter, el Barça y en el PSG. El brasileño, uno de los jugadores más elegantes que ha visto, le dejó dormir en un colchón en el suelo en su apartamento cuando Ibra aterrizó en Ámsterdam.
Pero el sueco necesita líderes sólidos y con carácter, que sepan tratar con estrellas egocéntricas sin tener que darles la espalda o evitar el contacto con ellas. El ariete, de hecho, asegura que Guardiola les hacía el vacío a él y a Henry cuando la situación comenzó a descontrolarse. «Hey, Zlatan, ¿has hablado con él?», le preguntó el francés en una ocasión. «No, pero he visto su espalda de refilón», le respondió él. «Enhorabuena. Estás progresando», zanjó Henry.
Un círculo vicioso
La carrera de Ibrahimovic se basa en un círculo vicioso de satisfacer viejos anhelos y obsesiones y cumplir con las venganzas que se ha prometido. Los entrenamientos del Malmö eran temidos por una prueba llamada la milla, en la que los jugadores acababan exhaustos. Ibra prefería quedarse el último, escabullirse y coger el autobús o robar una bici sin que se notara. Cada día, se quedaba absorto al contemplar una casa enorme. Años más tarde, cuando era ya una estrella mundial, se reunió con sus dueños. «He concertado la cita porque estáis viviendo en mi casa», le dijo el ariete. El propietario se rio, pero terminó por aceptar una oferta irrechazable. Helena, la mujer de Ibrahimovic, se encargó de la decoración, aunque él puso un cuadro, de gusto un tanto extraño. «Vale, tienes una casa impresionante, ¿pero por qué tienes una foto de unos pies negros horribles?», le preguntó un amigo de su infancia. «Esos pies han pagado esta casa, imbécil», le espetó.
El ariete, capaz de firmar goles preciosos como la chilena desde treinta metros ante Inglaterra o el taconazo contra Italia y de acabar expulsado por tonterías, se describe como un hombre indómito, que no descansa hasta cumplir con su venganza. Así lo hizo con un diario sensacionalista sueco, con los padres del equipo juvenil, con los ultras del Inter, que le arrinconaron junto a los vestuarios cuando deslizó que quería irse de Milán, y con Haase Borg, su primer agente. Mucho después de que le vendiera al Ajax a cambio de un contrato muy bajo, le intimidó con su indiferencia y «una mirada asesina» cuando se reencontraron en un ascensor. «Quiero dejar de odiar a ese Borg, ni siquiera le he visto en mi vida», le repite Helena. Muchos piensan que Ibra, cuyo gran enemigo es desde hace años Pep Guardiola, todavía confía en devolverle el golpe al filósofo. Su naturaleza se lo exige: «Puedes sacar a un chico de Rosengard, pero nunca podrás sacar a Rosengard de él».
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