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J. Gómez Peña
Domingo, 14 de mayo 2017, 20:14
Casi 27 minutos despues del triunfo de Nairo Quintana que anuncia el futuro de este Giro, aparece en la cima del Blockhaus Mikel Landa. No entra solo. Arrastra una tonelada de mala suerte. Un maleficio le ha tomado las medidas: pinchó en el Etna y ... acaba de tropezar, como su compañero Thomas y Yates, con una moto de policía que no debía estar en esa cuneta a 14 kilómetros de la meta. «Mucho dolor, mucho dolor», repite. Gesto crispado. Pisa cristales descalzo. Le cuesta hablar. Traga una bocanada de aire y suspira. Maldice su desgracia. Y apunta también a la codicia de los ciclistas: «Es que queremos pasar por donde no se puede». Ha perdido el Giro que empieza a embolsarse Quintana.
La megafonía campa a sus anchas por esta montaña pelada, lunar. Desoladora para Landa. Contiene el llanto, la rabia. Y se gira para bajar hacia el autobús del Sky. Ahí se le ve el daño: tiene abierto el culotte, rojo de sangre y baja la cuesta sin pedalear con la pierna zurda, que le cuelga. ¿Continuará en el Giro? «Veremos», cabecea. Ni el talento puede con tanta mala mala suerte. Landa está destinado a hacerse un hueco en la memoria de este deporte, pero no le dejan. Lo que él no lloró en el Blockhaus, lo lloraron los suyos por él, por la oportunidad perdida. «El Blockhaus es perfecto para mí», había dicho en la salida.
De allí, de Montenero de Bisaccia, partió la primera gran etapa del Giro. Omar Fraile y Luis León Sánchez apostaron por una fuga masiva. Creían que era un buen día para eso. El Blockhaus, la montaña que alumbró a Merckx en 1967, era el único puerto del trazado. Pero el Movistar tenía otro guion. El equipo de Quintana salió conjurado, con esa cima de los Apeninos cosida en la frente. La escapada estaba sentenciada. Como Quintana es inexpresivo, hay que fijarse en cómo se mueven sus gregarios. Todos se colocaron al frente. Las señales de humo lo dejaban claro: el colombiano iba a reclamar el Giro. Quería ocupar ya su lugar: el liderato rosa. Eso hizo.
El Blockhaus, antigua fortaleza, se parece al Mont Ventoux, otra montaña calva. No esconde su dureza en ningún tramo. El Movistar elevó la temperatura del inicio de la cuesta. Gorka Izagirre y De la Parte, primero. Luego, Anacona, con Amador delante de Quintana. El Movistar activó la trituradora. Buscaba una victoria por aplastamiento. Y ahí, a 14 kilómetros del final, en la puerta de ingreso al Blockhaus, el pelotón ocupó todo el ancho de la carretera para tener la mejor colocación en la rampa de salida. Todos querían el mismo pedazo de asfalto. Esa tensión, ese globo hinchado, dio contra un policía en moto parado en la cuneta que actuó como una chincheta. El holandés Kelderman tropezó. Y el pelotón explotó por el costado donde circulaba el Sky. Como si hubiera caído ahí una bomba.
La onda expansiva afectó a los dos líderes del Sky, Thomas y Landa. El alavés se levantó primero del cráter. Su bici iba. Pero se subió a ella lento. Con la cornada bien clavada. Gesto agrietado en el rostro. Había salido a morder en el Blockhaus y ahora usaba los dientes para soportar el dolor en la cadera y la pierna izquierdas. Henao le esperó. «Pero me ha dicho que no iba, que le dolía mucho», contó el colombiano. El Giro entero se le vino encima a Landa. No podía. Thomas y el resto del Sky le pasaron. Como casi todo el Giro. La montaña donde iba a disfrutar era un vía crucis. Cargaba con su cruz. El lastre infinito de tanto infortunio. El Giro ya no era suyo.
La ventaja de Quintana
Lo reclamaba Quintana por delante. Como un pájaro carpintero. Pica y pica con su martillo pilón. En dos kilómetros atacó cuatro veces, hasta que reventó a Nibali, que se había sostenido por su orgullo, y hasta que se deshizo de Pinot, los dos que más le resistieron. Algo más atrás, Dumoulin y Mollema, dúo de contrarrelojistas, se retorcían para reducir pérdidas. El Giro, al dictado del mejor escalador del mundo, quedaba al descubierto. El hombre que corre con máscara lo aclaraba todo. El Sky y Yates, también afectado por el accidente con la moto, estaban tachados por un golpe a traición. Y presuntos candidatos como Kruijswijk, Zakarin, Van Garderen o Jungels empequeñecían. «Tenía buenas piernas, como mis compañeros. Era el día para sacar algo de ventaja», dijo Quintana. Ya la tiene: 24 segundos sobre Pinot y Dumoulin, 41 sobre Mollema, un minuto sobre Nibali y cinco sobre Thomas. Landa, maldita desgracia, ya no cuenta para la general.
Los gestos no engañan. Al ver subir, cheposo, babeante y dolorido a Mollema, parece que el Blockhaus es infranqueable. Al fijarse en Quintana, alado, de pie o sentado sobre la punta del sillín sobre su ágil pedaleo, el Blockhaus no asusta. La medida de este Giro es el colombiano. Los ojos mudos del indescifrable Quintana hablaron claro. Tras la jornada de descanso, perderá tiempo en la contrarreloj. Dumoulin, sobre todo, le pasará por encima. Pero el Blockhaus que le vistió de rosa gritó bien alto su nombre para los Dolomitas que esperan.
En el Blockhaus ganó en 1972 José Manuel Fuente, el ciclista que subía tanto para sacar a su padres de aquella casa de aldea acribillada a goteras. Al Tarangu asturiano le gustaba contar que con los recortes de periódico de sus victorias tapaban los agujeros del techo. Ese era su motor. Quintana viene de ese mundo humilde. De ahí se alimenta su ambición. Con toda la montaña que queda y rodeado por un equipo pétreo, el Giro centenario empezó a mirar, como el que ya ganó en 2014, hacia Colombia. Sólo la transformación de Dumoulin en escalador de altura, la eclosión de Pinot o la rabia de Nibali pueden variar un destino que el Blockhaus dejó casi trazado. A este Giro abrumado por el poder Quintana le quedan ya pocas preguntas por responder. Una de ellas se quedó clavada en una moto mal situada: ¿Qué hubiera hecho Landa? Eso le dolía al alavés más que las heridas.
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