Cyprien Garrigou.
Ciclismo

El vencedor más oculto del Tour

Garrigou se cambió de nombre para ser ciclista y tuvo que esconderse para no ser agredido en la edición que ganó, la de 1911

J. Gómez Peña

Sábado, 30 de enero 2016, 02:35

Hasta para ganar el Tour de 1911, Cyprien Garrigou tuvo que esconderse. En aquel ciclismo primitivo, los corredores venían del campo, de la pobreza, de la mejor cantera que hay para hacerse duro: la penuria. Garrigou, no. A él le llamaban el Dandy. Un señorito. ... Hijo de una familia burguesa dueña de unos almacenes de alimentación. Un lujo. A los Garrigou les sobraba la comida. Y por eso, porque el destino que le habia trazado su padre le situaba al frente del negocio, Cyprien Garrigou se cambió el nombre para ser lo que realmente quería: ciclista. Se apunto como Gustave Garriogu a las carreras para despistar a su padre. El apodo se comió al nomber original y en todos los archivos el vencedor del Tour de Francia de 1911 se llama Gustave. Al lado aparece la foto: se le ve con su bigote imperial y el peinado impecable cortado a raya. Así era Garrigou, el ciclista oculto.

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Le tocó pedalear los Tours más salvajes. Más de 5.000 kilómetros por edición. Etapas de 400 kilómetros. Caminos en lugar de carreteras... Sufrió el estreno en 1910 de los Pirineos y un año después, de los Alpes. En el bautizo del Tourmalet no cruzó primero la cima. Ese honor eterno fue para otro, Octave Lapize, vencedor final del Tour 1910. Garrigou pasó segundo bajo la pancarta del coloso. Fue el único que no puso pie a tierra en la subida. Eso le valió el premio especial de la jornada: 100 francos. Dinero le sobraba; quería una porción de gloria. Un Tour. Había sido ya segundo en 1907 y 1909, cuarto en 1908 y en aquel 1910 iba a terminar tercero en París.

Su Tour fue el de 1911, el primero que trepó los Alpes, el que se atrevió con los más de 2.500 metros de altitud del Galibier, donde, advertían, estaba la frontera entre la vida y la muerte. El Galibier es un muro que durante siglos puso de espaldas a los valles de Valloire y de Briançon. Tan cerca y tan separados. ¿Quién estaría tan loco como para subir sus senderos de barro y piedras con aquellas bicicletas macizas y sin cambios de marcha? Emile Georget y Paul Duboc se lanzaron a por él, unos metros por delante de Garrigou. Sin bajarse nunca de la bici, Georget holló la cima el 10 de julio de 1911. Apareció -cuentan- sucio, con el bigote salpicado de migas y mocos. Con el maillot de un pordiosero. Desde el inicio de la cuesta en Saint Jean de Maurienne, Georget tardó dos horas y 38 minutos en cubrir los 34 kilómetros del gigante alpino. Ciclismo a destajo. ¡Esto quita el hipo!, resopló arriba. Cuesta abajo se empotró contra un motorista.

Garrigou alcanzó tercero la cima. Aquellos pioneros se convirtieron en leyenda. Aunque eso, como él propio Garrigou decía, era cosa de los periodistas. A él no le gustó el Galibier. Lo guardaba en su memoria como un calvario: Era una mala carretera; bueno, ni siquiera era una carretera. Sólo había barro y paredes de nieve en aquel sendero para burros. Allí no había nada sobrehumano. No éramos superhombres. Éramos como los demás.

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Además, a Garrigou el Galibier le dejó una herencia emponzoñada. Su gran rival en la pelea por la victoria final era Paul Duboc. Le apodaban la manzana. Envenenada. Duboc había empezado a subir el Galibier a la par de Georget. Todo iba bien hasta que algo se torció. En mitad del puerto las tripas de Duboc se llenaron de retortijones, de dolor. Alguna de las botellas que le habían dado para beber estaba adulterada. Terminó en el suelo, ido, pálido. Necesitó una hora para recuperar el aliento y el color. Sus fans, de inmediato, acusaron a Garrigou de haber adulterado la bebida. Para el Dandy, el Galibier fue una montaña maldita.

La fría, casi resentida, versión de Garrigou contrasta con el entusiasmo con que Henri Desgrange, patrón del Tour, recibió al Galibier: Hoy, hermanos, estamos aquí reunidos para dar gracias a la divina bicicleta. Fue más allá y calificó aquel despliegue físico como la primera victoria del hombre frente a la ley de la gravedad. Desgrange, claro, lo subió en coche. Con la aventura del Tour vendía miles de ejemplares de su periódico, LAuto. Alimentaba la leyenda y la imprenta. Además, necesitaba algo así para echar tierra sobre los sabotajes que amenazaban la supervivencia de la carrera. Eran años convulsos para el ciclismo. La organización luchaba sin éxito contra los vándalos que arrojaban clavos a las carreteras. Lluvia de chinchetas. No había manera. Los corredores se quedaban bloqueados, sin recambios. Las etapas eran un caos.

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Y con ese miedo llegó el Tour de ese año a tierras norman das, a la casa de Paul Duboc. Desgranges temía que la afición local agrediera a Garrigou. Duboc le había exculpado del envenenamiento, pero aun así el Dandy, como al inicio de su carrera cuando se cambió de nombre, tuvo que ocultarse: al paso por Ruan se vistió con otro maillot, sin dorsal; pintó su bicicleta de otro color, y cruzó la ciudad rodeado de coches de la organización. Nadie le vio. Nadie supo dónde golpearle. Y así, oculto, casi de incógnito, aseguró su triunfo en el Tour del primer Galibier.

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