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Ángel Resa
Miércoles, 1 de marzo 2017, 11:42
No siempre en el deporte se encadenan causa y efecto o reina el peso aplastante de la lógica. Llevada la teoría al baloncesto, nada mejor que el ejemplo de Michael Jordan. El mejor jugador desde la invención de la rueda queda muy lejos del ... ejecutivo torpe a la hora de configurar equipos en el interior de los despachos. El legendario 23 de los Bulls gobernó la NBA a su antojo, mediante la jerarquía indiscutible que distingue a un verdadero ser superior. Y lo hizo hasta el punto de que Chicago ensartaba títulos en tacadas de tres (1991-1993 y 1996-1998) mientras él permanecía en la cancha. Bastó que se largara dos años a flirtear con el béisbol para que los Rockets del maravilloso cinco Hakeem Olajuwon asumieran el gobierno de la NBA. ¿Cuánto tiempo? El que tardó MJ en enmendar su capricho y regresar a las pistas de un circo que lo tenía a él como domador supremo.
Ningún caso tan paradigmático como el de Jordan para entender que sobresalir en una determinada faceta no implica triunfar en todas. Y escribo de Phil Jackson, el señor de los anillos que se irguió sobre todos los demás técnicos hasta convertirse en gurú. Todo cuanto apadrinaba desde la banda recibía la bendición del universo entero, aunque el firmante piensa en Gregg Popovich como el mejor entrenador y en quien ha mostrado la mayor flexibilidad para adaptarse a los movimientos mutantes del baloncesto. Phil fue un voluntarioso y corajudo pívot de aquellos Knicks vencedores a comienzos de los setenta que tanto añoramos sus aficionados. El zurdo y hippie Jackson defendía y reboteaba con ardor para entregar el fruto de su trabajo a estrellas como el cojo de la pierna incorrupta (Willis Reed), Walt Frazier, David DeBusschere o el senador demócrata Bill Bradley. El hombre que más tarde dirigió a Jordan y Kobe Bryant era, entonces, un secundario importante en un equipo con alma que ganó los títulos de 1970 y 1973.
El protagonista de esta historia no se doctoró en los banquillos a la primera. Conquistó la modesta CBA con Albany y dirigió en Puerto Rico antes de ocupar un puesto como técnico asistente y, ya después, labrar la leyenda de aquellos Bulls intimidadores. Seis campeonatos con Chicago y cinco al frente de los Lakers con su particular método de dirección: aparente pachorra en el banquillo y control emocional. Eso sí, comprando a su ayudante Tex Winter el célebre triángulo ofensivo que reclamaba bases tiradores (Steve Kerr, Derek Fisher), aleros con capacidad para subir la pelota y pívots específicos de complemento. A su favor, también, tener a sus órdenes al mejor jugador de la historia (Jordan) secundado por el espléndido escudero Scottie Pippen y a otro de los más sobresalientes (Bryant), cuyas espaldas guardaba el contundente Shaquille ONeal. El palmarés de Phil Jackson como preparador apenas resiste un debate, pero también es cierto que nadó a favor de la corriente. Se marchó de los Bulls con Michael o reclutó a Pau Gasol en 2008 para asaltar el olimpo en Los Ángeles con aquellos Lakers donde Lamar Odom ejercía de tercer hombre.
Hasta aquí la imagen del prócer. Pero todos los mitos, incluso él, muestran ciertas grietas en su lujosa carrocería. Desde el 18 de marzo de 2014, va para tres años, ocupa la presidencia de los Knicks, una franquicia poderosa que dilapida el dinero como deben de hacerlo los borrachos o los nuevos ricos. Un club inmenso con un equipo vulgar que pretendía recuperar la gloria muy pretérita a partir de sus decisiones ejecutivas. Pues no queda otra que admitir su fracaso hasta la fecha. Firmó como entrenador a su pupilo Fisher para trabajar el triángulo ofensivo con resultados penosos, no ha conseguido rodear a un Carmelo Anthony decadente de un figurón imprescindible para remontar el vuelo y cuenta con un base individualista y de vuelta ya (Derrick Rose) ajeno a su modo de entender el baloncesto. Fía el futuro al talento indiscutible del gigante letón Kristaps Porzingis y a las saludables maneras de Willy Hernangómez. Paro, bajo su mandato, New York lleva un balance de 73 triunfos y 151 derrotas, se encuentra a cinco partidos de entrar en play off y, sobre todo, sigue sin saber a qué juega. Es un equipo blando, fatalista y previsible. Balón a Carmelo en el poste medio y ya.
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