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Ángel Resa
Miércoles, 22 de febrero 2017, 09:37
Ningún organismo como la NBA para vender una caja de nada envuelta en celofán. Me refiero al 'All Star' de los fuegos artificiales, las carcasas huecas y el espectáculo frívolo sobre todas las cosas. En cambio, la ACB de un pasado más que notable padece ... de un tiempo a esta parte ciertos síntomas depresivos. La nueva Euroliga cerrada concita el interés de sus insignias principales, con el Baskonia como único acompañante de los dos clubes sujetados por el fútbol; Unicaja y Valencia Basquet, alternativas de poder al duopolio del puente aéreo, maldicen su exclusión de la aristocracia continental; Endesa anuncia que en junio acabará su patrocinio; el ascensor que comunicaba a la LEB Oro con la categoría máxima lleva tiempo averiado y ni hay visos de arreglarlo para relajación de quienes permanecen y el desánimo de los que no suben; el campeonato de impares obliga a que un conjunto descanse cada semana a la fuerza
Pero a mediados de febrero la ACB se mete una dosis potente de autoestima que la mantiene cuatro días con los ojos como platos. Hace tiempo que descubrió en la Copa del Rey su particular fórmula del refresco de cola. Parió un torneo excitante, de formato concentrado, exportable y digno de envidias ajenas que viene de hollar su cima este fin de semana en Vitoria. Hubo campañas en que coincidieron la asamblea de estrellas al otro lado del Atlántico con el trofeo de partidas rápidas en esta orilla, otros en que se eludió el solapamiento y ahora han vuelto a ocupar las mismas fechas del calendario. Y por una vez al año los auténticos aficionados al baloncesto despejan cualquier duda sobre sus preferencias. La Copa, claro, por la sencilla razón de que el verbo competir se encuentra en el ADN del deporte. Mientras aquí se libra un título, allá los participantes se entregan a la pachanga sin paliativos. Rodeada, eso sí, de focos, tecnología, actuaciones musicales, gorras ladeadas, trajes imposibles y joyería a mansalva.
Condecoraciones
Ojo, la presencia en el All Star de la NBA supone para un jugador profesional algo así como una de las condecoraciones más distinguidas que caben en un uniforme castrense repleto de medallas. Lo importante es la convocatoria, la historia que contar a los nietos sobre la participación del abuelo en esa selección que criba y criba hasta quedarse con la excelencia. De ahí que Marc Gasol, por ejemplo, sienta esa llamada a filas -un puro acto de justicia- como una orden de mérito mayor. Pero una vez reclutado cabría preguntar al excelente pívot catalán su parecer sobre el partido de las estrellas, tan refractario a su modo cabal de entender el baloncesto. Igual que los hermanos Coen titularon su película No es país para viejos se puede concluir que el despiporre del domingo en New Orleans no es partido para el cinco de Sant Boi. ¡122! triples lanzados entre el Este y el Oeste, triunfo previsible de la conferencia occidental por ¡192-182!, defiende tú que me parto, la cancha doblada porque contener al adversario se interpreta como una ordinariez de mal gusto El concurso de habilidades, una castaña que se resuelve con el acierto o no desde los 6,75 metros
Durante esos mismos días se ha vivido un baloncesto formidable en el Fernando Buesa Arena. Falló el Barcelona, un grupo sin alma ni rumbo al que da pena ver, pero la semifinal Baskonia- Real Madrid o el duelo decisivo con el trofeo en juego entre el ganador y el Valencia depararon espectáculos soberbios. Bloques relevantes, jugadores de rango superior (Llull, ese Doncic que es precocidad de talento armado, Randolph, Dubjlevic, Larkin, Beaubois), marcadores ajustados y hasta polémicas arbitrales. Mientras en Estados Unidos los protagonistas extendían alfombras rojas con pétalos de flores para mayor gloria de la facilidad, aquí costaba un órgano vital y parte del otro conseguir una canasta. Hubo oposiciones de verdad y competencia en el más amplio sentido del término. Y si las estadísticas registraron marcadores abultados habrá que buscar el motivo en el talento de los protagonistas. Ah, y sí, fue campo atrás. Lo digo por la zapatilla de Llull sobre la línea divisoria de ambos campos frente al Andorra. El menorquín que suscitó la controversia, el balear que todo resuelve, el baloncestista con más sello NBA que renunció a ingresar en ella por la puerta de Houston. Siempre que Donald Trump le hubiera sellado el pasaporte.
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