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Ángel Resa
Lunes, 20 de junio 2016, 11:32
La percusión seca y desgarradora es la música dura que envuelve la épica, la banda sonora compuesta para el desenlace esta temporada de la NBA. Cabía la posibilidad de que por primera vez en la historia de la Liga norteamericana un equipo remontase el 1- ... 3 adverso para alzar el trofeo. Que Cleveland, la ciudad de Ohio hecha de frustraciones deportivas, lograse un campeonato nacional después de 52 años. Que los Cavaliers firmaran la hazaña inaudita de derrotar tres noches consecutivas al, con los datos a mano, mejor conjunto jamás visto sobre una cancha. Golden State sólo había perdido nueve de 82 durante la campaña regular, batiendo con un juego celestial aquel récord de Chicago que todos creíamos imposible. Pues bien, todo ello acaba de confirmarse hace unas horas en la final. Sí, tras más de cien encuentros, todo se decidía a un asalto. Más que la serie sin retorno ideada a siete rounds con la corona mundial de los grandes pesos en juego se trataba de la Super Bowl.
Entre todos estos ingredientes que determinan de manera cruda la delgada línea que separa las sonrisas de las lágrimas se cuela un aspecto tal vez desagradable para los buenos aficionados al deporte de la canasta. Sus detractores se jactan, ufanos ellos, de recordarnos con una insistencia cansina que del baloncesto únicamente merece la pena rescatar el último minuto. A quienes sentimos devoción por él nos cabrea bastante ese sentimiento reduccionista que manda tantos otros a la basura, los que consideramos como la base imprescindible sobre los que edificar cualquier película de suspense. Pues ciscándome en ello quizá sea hoy el día de otorgarles la razón. Tal vez como a los locos. Ocho meses de campeonato decidido a falta de 53 segundos, el tiempo que faltaba cuando el jugador técnicamente perfecto (Kyrie Irving) se levantó delante de Stephen Curry para clavar la estocada letal (89-92). Y en esa suspensión valiente, propia de un jugador con la responsabilidad por bandera, los Cavaliers ejemplificaron la paradoja.
Quien a hierro mata, a hierro termina, cuenta la letra de Rubén Blades. Exactamente lo que ha inclinado el anillo hacia el estado de Ohio en lugar de quedarse en Oakland, sitio del que parecía natural. Los Warriors, dictadores del triple como arma moderna de destrucción masiva, se quedaron sin margen de recuperación por ese tiro de tres que coló el base rival. Al cuadro de la bahía le ha envenenado como un sorbo de cicuta la medicina letal que él procura siempre a sus adversarios. El defensor del título, favorito para revalidarlo antes de empezar la serie y más tras situarse con una ventaja de 3-1, se sostuvo el día D hasta el descanso con un acierto exterior enorme, el suyo en realidad, frente al dominio de Cleveland dentro de la zona. Y, sin embargo, perdió de la misma manera que él utiliza para abatir adversarios que lo miran como a esos seres inalcanzables. En la vida alternan la lógica y el contrasentido. Tras lo visto en el Oracle Arena, en el baloncesto también.
Para explicar la imprevista resolución del título, los protagonistas de la final sí eran los más sólidos candidatos a disputarla, conviene recurrir a los platillos de la balanza. Tanto mérito cabe atribuir a la dureza mental de Cleveland para remontar desde el abismo como a la extraña inconsistencia de unos Warriors desconocidos en varias de estas entregas. El cuadro cuasidivino de Steve Kerr ha traicionado algunas señas que le confieren una identidad irrebatible. Decididamente, en varios partidos del cruce los guerreros de Oakland no se han mostrado fieles a sí mismos. En ello ha influido, por supuesto, la entereza defensiva de unos Cavaliers que han arrebatado el guión a Curry, por debajo de Irving y constreñido sólo y sin continuidad a su faceta de tirador ajeno a este mundo. El base, un mago formidable en el manejo de la pelota, se ha sentido incómodo y en ese cortocircuito los Warriors pierden la circulación precisa y estética que procura a sus hombres lanzamientos liberados.
Golden State tuvo al púgil rival a un directo de mandarlo a la lona, pero no supo cerrar un combate prolongado hasta el veredicto de los puntos. En ningún encuentro se han aliado a la vez los componentes de su Big Three (Curry, Klay Thompson y Draymond Green) y por ahí cayeron los Warriors ante la pareja asesina que componen Irving y James. LeBron vuelve a reinar, pero no hubiera podido hacerlo sin la cooperación imprescindible de su ilustrado escudero, un baloncestista magnífico. La portentosa exhibición de ambos en el quinto duelo, 41 puntos por cabeza, y la consiguiente del monarca en el sexto condujeron al bloque de Ohio hasta ese pórtico de la gloria que acaba de traspasar. La ausencia del sancionado Draymond Green en la antepenúltima entrega (el primer match ball) también explica el milagro. Es tal su jerarquía defensiva, ideólogo de todo el entramado de contención y uno de los tipos más completos del campeonato, que los Cavaliers hallaron ahí la inyección de fe que requerían.
Sí, esa confianza sobrenatural ha premiado a Cleveland, previsible en ataque cuando se adelantaba en el marcador y cedía el mando ofensivo exclusivamente a su líder. Sólo que esta vez ha tenido en Irving la muleta de oro repujado de la que careció hace un año. Muchos seguidores al baloncesto adheridos al metal por el imán de Curry estarán lamiéndose a estas horas sus heridas. Pero mucho mérito ha de concederse a la tropa de convictos que maneja LeBron, capaz de levantar tres bolas de partido para coronarse mediante la eoría de la paradoja. La letra de Pedro Navaja, la del filo de una final resuelta en el último minuto para regocijo de quienes reducen el baloncesto.
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