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Ángel Resa
Martes, 7 de junio 2016, 12:02
La NBA ha agotado en la bahía de Oakland los dos capítulos iniciales de su final y encaja muy bien el término devastadora para explicar la hegemonía absoluta de Golden State. Una dictadura de rostro humano que convalida las diferencias que aún separan a ambas ... conferencias. Cleveland se paseó por el Este sin rivales que discutieran un dominio basado en LeBron James, el músculo, la verticalidad y el ritmo. Los Cavaliers reeditan la pugna por el título a la que accedían con el ánimo alto y el cuerpo descansado. Pero dos entregas en el Oracle Arena resultan suficientes para devolverlos a la realidad. Esa que se fundamenta en las distintas calidades del baloncesto. El equipo de Ohio funciona según los impulsos eléctricos de un monarca indiscutible que exige atención a compañeros desorientados y escasos de alma por si les cae algún balón que llevarse a la canasta. 96 minutos de juego, bastantes de basura divina en los que se ha gustado el conjunto de California, muestran las antípodas entre un engranaje casi perfecto y un grupo deshilvanado. A LeBron le están condenando la defensa abrasiva de André Iguodala, la certeza de que el rival dibuja coreografías inalcanzables y la soledad del líder. Hace un año faltaron los lesionados Kyrie Irving y Kevin Love; ahora es como si no estuvieran, decepcionantes ambos en la cita mayor de la temporada.
Golden State se impuso por quince puntos (104-89) en el capítulo primero y propinó una tunda inmisericorde de 33 (110-77) tres días más tarde. Ya la apertura de la serie emitió señales penosas para Cleveland. A los Warriors no les hizo falta una actuación siquiera pasable de su maravilloso dúo dinámico. La alianza Stephen Curry-Klay Thompson anotó veinte puntos con ocho aciertos en veintisiete tiros de campo. Perder de manera concluyente sin el veneno letal de la parejita representa algo así como comprar todos los boletos de la rifa menos uno y que la música del azar interprete la partitura del que falta. Los Warriors ganaron, escrito sea con todos los respetos, a través del equipo B. El cuadro de Stever Kerr reivindicó el valor de la intendencia, en su caso muy cualificada. Del banquillo surgen tipos que producen de manera inmediata (Leandro Barbosa, Marreese Speights cuando juega) o Shawn Livingston, el prototipo de base cerebral que hace estupendamente lo que sabe sin meterse en berenjenales extraños. Tiro letal de cuatro metros, posteo a su par aprovechando la estatura, buena visión de juego y esmero defensivo. Vamos, una joya que con la ayuda fundamental de Iguodala propició el 1-0 en la eliminatoria, la base de lanzamiento para la escabechina escenificada en el segundo acto.
También los actores secundarios del quinteto inicial de Golden State aportan desde el plano de la discreción. Es el caso de Andrew Bogut, el pívot australiano que marca las reglas intimidatorias durante los primeros minutos debajo de su aro para ceder luego el protagonismo a Iguodala y esa táctica del small ball (juego con pequeños) que volteó la misma pugna hace un año por la decisión sabia de Kerr. Fue entonces el factor diferencial hasta el punto de que al alero compuesto de papel secante levantó el trofeo que distingue al hombre más valioso y ahora, doce meses después, vuelve a enseñar la patita de un MVP. Tipo de partidos grandes, jugador comprometido que disfruta amargando la vida a la estrella adversaria.
LeBron se ha escaldado en Oakland ante la oposición férrea y los manotazos continuos de André a la pelota que el rey sujeta como puede. James, en realidad, lleva en el pecado la penitencia. Su manera de concebir el baloncesto no hay debate sobre su enorme categoría en torno a él devalúa a los compañeros, mientras que en la acera de enfrente jugadores plenos de confianza rinden por encima de sus previsibles capacidades. Dudo que unos cuantos guerreros de Golden State luzcan algún día en otros grupos como lo hacen en este engranaje sublime. Algo similar puede afirmarse de los soldados que adiestra Gregg Popovich en San Antonio.
El equipazo californiano ha dejado la final a un par de centímetros de que el mazo del juez golpee la peana. Cierto que la serie viaja ahora a Ohio y las guaridas propias transforman a los protagonistas, pero cuesta un mundo pensar que los abatidos Cavaliers puedan estirar el cruce definitivo hasta la meta. Cleveland conoce las virtudes del baloncesto colectivo como todos sabemos de la existencia de Marte, pero ni el cuadro de Tyronn Lue lo practica ni nosotros hemos pisado el planeta rojo. En cambio, asistir a un partido de los Warriors viene a suponer lo que comprar una entrada para oír la sinfonía de una orquesta. Relevados hasta la fecha Curry y Thompson en la orden de mérito, el soberbio y polifacético Draymond Green del segundo encuentro puede manejar la batuta ante músicos habituados a interpretar piezas bellísimas. Poco se repara en la excelente defensa de los Warriors por el efecto cegador de su ataque, una avalancha dúctil basada en el movimiento de sus hombres sin balón. Golden State convierte en fáciles los galimatías. Tiros de tres liberados tras los viajes espaciales de la pelota de unas manos a otras o cortes hacia adentro aprovechando los bloqueos ciegos y las puertas atrás. Los Cavaliers sufrieron esa armonía en los ¡veinte! minutos de vertedero del segundo partido. Eso sí, una basura de ambrosías y fragancias.
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