Ángel Resa
Miércoles, 25 de mayo 2016, 12:34
Dos partidos en Oklahoma han bastado para desnudar a un santo que ha vestido toda la temporada ropajes hermosos y cosidos a su cuerpo con hilvanes impecables. El equipo legendario, el del récord majestuoso de 73 victorias y 9 derrotas en la temporada regular parece, ... de pronto, un holograma de lo que realmente es. Nunca en una campaña inmaculada, el todavía vigente campeón de la NBA había mostrado tales síntomas de vulnerabilidad. Tras la segunda paliza en cuatro noches, Golden State mira con los dos ojos el fondo del abismo. Saldó la primera visita en la final del Oeste al Chesepeake Energy Arena con una tunda inclemente de 28 puntos (133-105). Y hace unas horas viene de firmar otra versión distorsionada de sí mismo en la misma caldera ambiental (118-94). A veces los números sirven para explicar muchas cosas y estas dos muestras sucesivas así lo corroboran. Anotaciones muy lejanas a los casi 120 de media que acostumbra a meter y defensa arrollada por el ciclón físico de unos Thunder que rinden tributo a su apelativo de trueno. Cuando desatan la tormenta ni siquiera el conjunto californiano, y eso extraña sobremanera, encuentra toldos y paraguas suficientes para evitar la neumonía.
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La ciudad de Oklahoma ha mostrado, de repente, complejos en Golden State que creíamos ajenos al baloncesto facturado en forma de arte. Los Warriors de las circulaciones armoniosas, los reyes del juego sin balón, los cortes por la zona, las puertas atrás y la ocupación perfecta de los espacios para tiros liberados regresan a casa confusos por primera vez en dos años, sometidos al yugo inmisericorde de un rival que abrasa con su ritmo insoportable a un cuadro intrínsicamente veloz. Con la eliminatoria en contra (1-3), el equipo de Steve Kerr necesita recobrar las señas de identidad que ya le han deparado un hueco insustituible en la historia del deporte. Ha de abandonar el recuerdo de dos jornadas abominables en los que murió de precipitación con escaso movimiento de la pelota y un alud de pérdidas que el rival penaliza en transiciones a la velocidad de la luz. Los Thunder se toman el baloncesto como esos descensos ciclistas a tumba abierta, confiados en que la gravilla no detenga su viaje supersónico hasta la pancarta de meta.
Los Warriors son mucho más que el triángulo más o menos equilátero que forman el divino Stephen Curry, su escudero en el puesto de escolta Klay Thompson y ese hombre para todo preclaro, lenguaraz y marrullero que responde cuando alguien le llama por su nombre (Draymond) y apellido (Green). Pero si fallan de manera simultánea dos de sus lados, léanse el base y el ala-pívot, los secundarios palidecen sin el fulgor de las estrellas. Nadie encarna como Curry el infierno que Golden State acaba de vivir en su viaje a Oklahoma City. Discretito en la primera de estas dos entregas y fatal en la última, el líder por talento de toda la Liga no ha logrado levantar el primer dique para contener la avalancha adversaria. Seis aciertos en veinte tiros de campo y media docena de pérdidas, a las que sumar otras tantas de un Green contumaz en el error durante ambos compromisos en el Chesepeake Energy Arena representan una losa imposible de levantar ante un conjunto que se cobra las deudas con intereses.
El genio proclamado como mejor jugador de la NBA en dos campañas consecutivas viene de padecer algo que no figura en su guion biográfico: la impotencia. Preso el mejor tirador de la historia de su desacierto en el lanzamiento lejano, inferior físicamente a un portento atlético como Russell Westbrook y sacudido por los contactos permanentes de sus defensores cuando trata de cortar por la zona o intenta salir con ventaja de los bloqueos, Curry es el ejemplo personificado de cómo puede devaluarse en apenas media semana una obra de arte. Claro que en este relato cuentan tanto los defectos insólitos de los Warriors como las virtudes de unos Thunder redivivos. El club de Oklahoma, asomado desde hace seis años a las puertas de la gloria, va ahora más en serio que nunca. Mantiene el veneno letal de su dúo estratosférico (Westbrook-Durant), pero añade esta temporada consistencia a un molde inestable. Y algo, o bastante, tendrá que ver Billy Donovan con la mejora evidente de Oklahoma City.
Dice el refranero que no hay más cera que la que arde. Y esa sentencia cabía aplicarla a Scott Brooks, el entrenador incapaz de extraer más agua de un pozo casi repleto. Sin renunciar al estilo deportivo de la franquicia, un modo fulgurante de entender el baloncesto, el extécnico de la Universidad de Florida aporta sustancia a un chasis lujoso. OKC mantiene un ritmo de ejecución que reta la capacidad reactiva del ojo humano, pero ya no es sólo el juguete caro de su pareja estelar, la bebida energética que procura alas o los unos contra uno de Westbrook y Durant. A Donovan le ha costado tiempo la tarea, pero con el ingreso en los play offel equipo enseña seriedad y cimientos donde antes predominaba el músculo sobre todas las cosas. Dentro de su estilo directo y vertical, los Thunder utilizan el pase que parecía vetado en sus filas. Así contribuyen a la causa, además de Serge Ibaka, el cada vez más relevante Steve Adams en el puesto de cinco, la defensa de Andre Roberson o la creciente cordura de Dion Waiters, un anotador que tiraba al monte como las cabras. Y la apuesta del técnico por el big ball (dos pívots puros) durante fases determinantes de los partidos en esta era de small ball (juego con pequeños) permite a Oklahoma City dominar los tableros, contener las carreras de los Warriors y proporcionar segundas opciones a sus dos mariscales.
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