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Ángel Resa
Miércoles, 6 de abril 2016, 13:03
La NBA volvió a detener su centrifugadora por una noche para ceder todo el protagonismo en Estados Unidos al deporte universitario. Y además ganó Villanova, el campus de Filadelfia, la antítesis de los penosos Sixers que malviven en la misma ciudad del amor ... fraterno. Un motivo más para abrazar la NCAA, el campeonato de las esencias eternas que reúne a muchos más feligreses allá que la Liga hiperbólica de las grandes estrellas y los sueldos descomunales. De nuevo se concitó la atención plena en el baloncesto de la riqueza táctica, el del recuerdo perenne en la memoria de los profesionales que añoran su etapa académica, el de la pasión auténtica de los seguidores. Las cámaras muestran gradas que albergan a 80.000 tipos nada indiferentes, verdaderos apóstoles de un logotipo que llevan cosido en los pliegues del alma. Los espectadores de la NBA beben, comen, ríen y van a los pabellones a echar la tarde, pero no sufren ni padecen como los convictos de la causa universitaria.
Triunfó otra vez el torneo que acoge a 68 equipos de los más de trescientos que pueblan la parrilla de salida, el campeonato de las eliminatorias directas que programa una final en sí misma cada día. O adelante o a casa. La competición que recuerda una estrofa del himno del Real Madrid, la que habla de veteranos y noveles, por la mezcla de generaciones en las tribunas. También, cierto es, la NCAA sospechosa de silbar hacia otro lado ante expedientes académicos sospechosamente inflados para permitir que los atletas se entreguen en la pista, la máquina de repartir dividendos que no alcanza a los jugadores. Pero con sus claros y sus zonas oscuras, el baloncesto que engancha por el cuello y reconcilia a los buenos aficionados con el origen de este deporte.
El matagigantes
Y, además, fue el encuentro definitivo una final soberbia. Metió en la cazuela todos los ingredientes que convierten el juego de la canasta en un espectáculo maravilloso. El matagigantes Villanova volvió a retar al destino para derrotarlo donde sólo vale, en la cancha. Los Wildcats de Filadelfia habían bordado el baloncesto dos días antes frente a Oklahoma, un equipo ligeramente favorito que se llevó una tunda histórica de 44 puntos de diferencias (95-51). Y en nuestra madrugada del lunes al martes se impuso (77-74) con un triple de Kris Jenkins que volaba hacia el aro al tiempo que sonaba la bocina a North Carolina, preferida en las apuestas de este episodio decisivo por el título. Tan sólo cuatro segundos antes, Paige, escolta de los Tar Heels, había colado un insólito tiro de tres en escorzo para evitar el tapón. Un desenlace formidable para un duelo de categoría.
El partido demostró, como tantas otras veces, que los estudios previos pueden terminar hechos una bolita inservible en el cubo de la basura. North Carolina llegaba con un juego interior diferencial sobre el que basa sus aspiraciones a todo y resulta que vivió toda la noche del acierto en los lanzamientos lejanos. Le faltaron los puntos de sus pívots, que sin embargo le procuraron abundantes segundas opciones por hegemonía en el rebote ofensivo. Pero esas dos circunstancias no bastaron para sepultar la máxima rentabilidad que Villanova extrajo a sus menos, aunque muy certeras, posesiones. Los chicos de la universidad de Pennsylvania actuaron como el bloque mentalmente fuerte que es, un conjunto paciente y trabajado de manera ejemplar. Los Wildcats alternaron defensas zonales activas para proteger la pintura ante el presunto acoso anotador adversario, presionaron tras el saque de fondo rival y ralentizaron las acometidas de los Tar Heels con dos contra uno en medio campo. Adelante vivieron de la inteligente toma de decisiones de su base Ryan Arcidiacono, un senior (22 años) con la sangre del campus inyectada en vena por antecedentes familiares, y de la naturalidad para encontrar tiros no forzados.
Tiro de 4 metros
Sí, sorprendió la cantidad y precisión de sus lanzamientos a cuatro metros en un baloncesto moderno que prima el triple, la bandeja tras penetración y el mate. Como si hubiese olvidado el tramo intermedio que oscila entre el arco lejano y las inmediaciones del aro. Hacía tiempo que no se contemplaban tantas suspensiones dentro de la zona, sólo aptas para jugadores que dominan el bote y el uno contra uno. Todo ello bajo la batuta de Arcidiacono, un chico que abandona la NCAA con la gorra de los triunfadores y a quien no se le aventura una elección en el draft de junio. Quizá, y ojalá Stephen Curry sirva para remediar el desvarío, nos hayamos vuelto locos con las tuercas físicas del juego. El base de Villanova, seguro que un excelente director para Europa, proclama en cada secuencia la palabra fundamentos. Amaga, penetra y lanza de media distancia, mete triples, postea para anotar contra la tabla, es listo, maneja de forma sobresaliente la pelota, controla el tiempo, acelera y frena según conviene, posee un tiro académico tras bote aprovechando los bloqueos directos o se cuela hasta la pintura para un reverso total que deja a su defensor en una imagen congelada. Y con todo eso, dicen los entendidos que el mejor hombre de la final tiene muy difícil el ingreso en la NBA.
Fue un gran partido, cuyo desenlace debió entristecer a Michael Jordan, el sublime embajador de North Carolina sentado en las filas nobles tras su banquillo. Ataviado como un tar heel más, cn la ropa de su propia marca, naturalmente la que viste al equipo. Fue un magnífico encuentro, que emocionó al entrenador de Villanova que en 1985 logró el hasta hace dos días único campeonato de los Wildcats ante la Georgetown de Patrick Ewing. Con la pista inundada de confetis reclamó paso la ceremonia de la deportividad. Los abrazos entre los técnicos, los discursos caballerosos al oído y unas gradas borrachas de fiesta. El baloncesto que subyaga a los estadounidenses, no digamos nada a Barack Obama, se juega en los campus.
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