Ángel Resa
Miércoles, 16 de marzo 2016, 12:39
Golden State Warriors y San Antonio Spurs son dos árboles tan frondosos que impiden contemplar la perspectiva del bosque entero. Parece que detrás de sus ramas exuberantes apenas existe algo, una sensación que acentúa el compromiso entre ambos la madrugada del próximo sábado al ... domingo. Gobiernan la NBA con las maneras sutiles que esconden autoritarismos férreos y la cancha texana se someterá dentro de tres días a un reto de máxima altura. Tanto uno como el otro han ganado todos sus encuentros de casa, 31 en el caso californiano y dos más el cuadro de Gregg Popovich. Veremos entonces si los Spurs defienden un domicilio a prueba de robos o si el conjunto de Oakland sigue arrasando territorios ajenos con el mazo inclemente dando y la sonrisa de Stephen Curry colgada en la boca. Los Warriors persiguen la hazaña de borrar el récord de los Bulls de Michael Jordan (72-10) en la tabla histórica de Excel. San Antonio, simplemente, sigue a lo suyo desde hace casi dos décadas: ganar mediante el sello diferencial que le sitúa en el ámbito de lo excelso.
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La omnipresencia apabullante de ambas franquicias oculta otras realidades que perviven en la atmósfera, por debajo de la estratosfera donde habitan Golden State y Spurs. Servidor se asomaba aquí a escribir de los Celtics y casi ha de pedir perdón tras un párrafo introductorio quizá demasiado largo, pero en sintonía con la grandeza indiscutible de quienes manejan a golpe de decreto la temporada. Sí, quiero hablar de Boston como el más genuino representante de esas sorpresas beatíficas que la NBA depara cada año. El club de Massachusetts ya apuntó síntomas de vigor con una plantilla en formación la temporada anterior. Disputó incluso la primera eliminatoria del play off, pero esta campaña aumenta el tamaño de la zancada. Los Celtics marchan terceros del Este con un 58% de triunfos y presentan su candidatura a meterse en las semifinales de la conferencia. Sería un éxito, sin duda, para la franquicia más laureada en un sereno proceso de reconstrucción tan alejado de los bandazos de los Lakers.
Kobe Bryant, el grandioso jugador que apura su último baile, ha impedido con su salario descomunal que el otrora único equipo de Los Ángeles enderece el rumbo tras la autodemolición posterior al título de 2010, consecuencia de decisiones deportivas incomprensibles. Boston ha comenzado el ascenso tras deshacer por cuestiones cronológicas el Big Three que le procuró el anillo de 2008 y pisar fondo hace dos años. Y lo ha hecho con sentido común y los valores propios de la casa: el trabajo, la siderurgia y la solidaridad del Este, el orgullo irlandés condensado en el escudo del trébol verde. Los Celtics han compuesto un plantel equilibrado, animoso y enérgico de jugadores normales. Los guía en la pista Isaiah Thomas, un base diminuto (1,75 metros) que podríamos encontrar en la cola del pan, una estrella de bolsillo sin ínfulas de grandeza, capaz de anotar fácilmente y de alimentar a compañeros que aportan mucho y exigen poco. Junto a él, abundante clase media (Avery Bradley, Marcus Smart, Evan Turner, Jae Crowder. Amir Johnson, Kelly Olynyk y Tyle Zeller) y un talento con sobrepeso. Es Jared Sullinger, ala-pívot de clase sobrada, barriga generosa y más ágil de lo que su físico indica.
Para entender la acertada reconstrucción de los Celtics conviene girar la cabeza hacia el banquillo. Ahí, con traje y sin corbata, se encuentra uno de los escasos técnicos universitarios que caen de pie (su trabajo y conocimientos le cuesta) en los vestuarios de la NBA repletos de arrogancias. Brad Stevens tiene 39 años y una trayectoria sobresaliente en la NCAA. El entrenador condujo a la modesta Butler a dos finales consecutivas, nada menos, que perdió frente a sendas superpotencias: Duke y Connecticut. Stevens ha trasladado muy bien de las aulas al profesionalismo su dinámica idea del baloncesto y creo que le convenía un equipo como Boston: joven, por hacer, hambriento y con la ambición que genera la historia superlativa de los Celtics.
Así, el cuadro de Massachusetts gana esta temporada seis de cada diez partidos a base de imponer un ritmo de juego muy elevado que nace de la hiperactividad defensiva. Sus hombres, especialmente los miembros de un perímetro con las manos largas y el ansia en carne viva, sobremarcan las líneas de pase, roban y corren hacia adelante como los búfalos en la estampida. La abundancia de pntos fáciles al contraataque convierte a los Celtics en el quinto anotador del campeonato (106), pero no solo viven del atletismo. La solidaridad también se observa en media cancha y el sexto lugar en la tabla de las asistencias así lo demuestra. Para jugar con Stevens se requieren entusiasmo, compromiso, espíritu colectivo y ganas de volar sobre la pista.
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Boston encarna la buena nueva relativamente inesperada, como Portland al otro lado del país. Los Blazers sólo conservan al imperial base Damian Lillard del quinteto anterior, que junto al escolta CJ McCollum levanta la moral de una afición predestinada a la atonía. La franquicia de Oregón va sexta del Oeste, ocupando el puesto tal vez reservado a New Orleans del fabuloso y desasistido pívot Anthony Davis. NO son las iniciales del equipo, una negación que incluye también a Chicago, Detroit, Washington y Milwaukee en esta NBA que lideran el eterno pasado en permanente actualización (San Antonio) y Golden State, el mejor delegado de la ciencia-ficción.
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