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Ángel Resa
Miércoles, 2 de diciembre 2015, 10:34
La réplica más aproximada al mejor baloncestista de la historia acaba de anunciar su jubilación deportiva al final de esta temporada. Se irá en abril Kobe Bryant, el parecido enormemente razonable al molde perfecto que esculpió Michael Jordan. Desde la retirada de quien transformó Chicago Bulls en una dinastía que flirteaba con la invencibilidad, el mundo de la canasta se empeñó en hallar al mejor delegado de su Dios en la tierra. Y localizó al Papa negro porque la referencia eterna de Los Ángeles Lakers siempre buscó la excelencia en la imitación del ídolo con el que pretendía nivelarse. Al margen de filias y fobias personales, el tipo que ahora anticipa el adiós ocupa el podio de los formidables de siempre. Se va un jugador grandioso, un competidor feroz, una de esas leyendas reales que forman el sólido legado de un deporte maravilloso. En lenguaje arquitectónico, una viga maestra, un pilar, un cimiento a prueba de sacudidas sísmicas.
Sé, y participo de ello, que nadie ha alcanzado la condición sobrenatural de Jordan, monarca de un reino ajeno a este mundo. Ni siquiera el hombre que a base de emularlo sacó fotocopias capaces de confundirse con el original. Ambos de estatura similar, escoltas los dos, anotadores compulsivos, líderes más Michael de sendos clubes arrastrados por el carácter visionario de sus guías. Metódicos, laboriosos, entregados, perfeccionistas, obsesivos, ganadores Crueles incluso ante la debilidad de compañeros menos dispuestos a acumular éxitos por encima de todo. Han establecido una relación mutua de amor con el baloncesto, que tanto les debe y al que tanta deuda de gratitud profesan.
Bryant se ha pasado su carrera dentro del laboratorio en un intento perpetuo por clonar a Dios. Hace meses circulaba un vídeo por las redes sociales para demostrar con imágenes que no requerían aclaraciones literarias las asombrosas semejanzas en los movimientos de ambos. Suspensiones exactas, tiros echándose hacia atrás que evitan tapones, entradas en escorzo que sortean brazos como aspas de molino para dejar la pelota contra el cristal, mates de concurso cuando las piernas eran más jóvenes, tiros que deciden encuentros y títulos (superior Michael con su gen asesino y falta de piedad), gestos de nadie nos puede parar después de una canasta extraordinaria Si Jordan metió 69 puntos una noche a Cleveland, Kobe anotó 81 a Toronto con José Manuel Calderón en el póster de los damnificados el 22 de enero de 2006. Estaba en trance, los compañeros le buscaron sin rubor y su propia ansia por derribar las marcas siderales del alter ego contribuyó el resto.
Sí, egolatría no les faltaba a ambos, más acusada en el caso de la insignia humana de los Lakers. Quizá porque perseguía con un ahínco sin medida los logros del divino. Los dos han ganado un dineral jugando al baloncesto, pero Bryant nunca ha accedido a rebajarse el sueldo para aliviar la carga salarial de la franquicia californiana y aspirar, tal vez, al anillo que hubiese igualado los del Sumo Hacedor de los Bulls. «Sangro púrpura y oro», declaró en su día la piedra angular de los Lakers para reivindicar su lealtad de veinte campañas a un solo club. No caben dudas acerca de ese compromiso con la franquicia del glamour, pero quizá a la frase le faltaba una alusión al dinero. Kobe ha permanecido en el Staples Center por un buen puñado de dólares y quizá una mueca de generosidad hubiera abrochado un palmarés ya sensacional.
El fenómeno angelino pedía cartas en el póker para componer dobles parejas, las que formó él con Shaquille ONeal (tres títulos) y después con Pau Gasol (otros dos campeonatos). Siempre requirió compañías estelares, dispuestas en el caso del pívot catalán a apuntalar el edificio desde un relativo segundo plano. Aunque justo es reconocer que sin Bryant, aquellos equipos difícilmente hubieran hollado la cumbre. Y es cierto que Jordan dispuso de un escudero al que costaba un mundo encontrar un defecto (Scottie Pippen), como también que en su huida en forma de paréntesis para entretenerse con el béisbol y en el adiós definitivo a los Bulls antes de apurar los últimos sorbos junto a los Wizards dejó Chicago al borde de la irrelevancia. Dos tacadas de billar de tres anillos y cuando Michael se marchó no hubo nada.
Lástima de ocasos deportivos, sobre todo el de quien en cuatro meses y medio se irá. A Jordan le sobró su última etapa capitalina (Washington), pero lamentablemente su réplica más semejante repta esta temporada sobre las canchas tras la gravísima lesión en abril de 2013, nada menos que la rotura del tendón de Aquiles. Desde entonces, y por una pésima planificación deportiva de la franquicia de la que por fin pudo huir Pau, la referencia de los Lakers atraviesa un páramo con destino a ningún sitio. De los 181 últimos partidos, su equipo ha perdido 131 con plantillas lastradas por la ficha de Kobe que incitan al sonrojo en comparación con la gloria pretérita. Él dice que no le han abandonado la motivación ni el hambre deportiva, sino un físico decadente que le iguala al resto de los mortales. Provoca auténtica pena detenerse en sus estadísticas propias esta campaña. Apenas cuela uno de cada tres tiros de campo y solo el 20% de los triples.
Para hacerse una idea precisa de la descomposición de su equipo hay que fijarse en lo sucedido esta última madrugada. El cuadro angelino visitaba Filadelfia, la ciudad natal de Bryant que le dispensó una ovación clamorosa en su última comparecencia. Los Sixers firmaban la grotesca tarjeta de cero triunfos en dieciocho compromisos, hasta que llegaron los Lakers y estrenaron ese territorio de las victorias ignoto para ellos. El club de la púrpura ahora opaca y el oro fundido es el segundo peor grupo de la NBA, pero poco importa tal caída al abismo cuando hablamos del epílogo de un jugador grandioso con letras mayúsculas y escritas en huecograbado. Del jugador con más puntos anotados en toda la historia tras Kareem Abdul-Jabbar y Karl Malone. De quien acaba de despedirse del baloncesto mediante una carta emotiva, con palabras de amor sencillas y tiernas. Como canta Serrat en su hermosa canción, acorde a la carrera formidable de un Papa negro.
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