Ángel Resa
Miércoles, 21 de octubre 2015, 13:54
Ni siquiera ciertos trasvases de jugadores muy relevantes parecen alterar los pronósticos de la nueva temporada en la NBA, que ya golpea con los nudillos su puerta noble de incrustaciones y pedrería. Dentro de una semana levantará el cortinaje del teatro para mostrar sobre el ... escenario a los dos últimos finalistas del Este (Cleveland y Chicago), candidatos de nuevo a representar a su conferencia en la serie que decidirá el título de 2016. Vale que el maravilloso Stephen Curry parte en la parrilla de salida con el número 1 pegado a la carrocería de su camiseta, que Kevin Durant encarna como pocos la elegancia del erizo tomo prestado el título de la obra de Muriel Barbery o que el futuro inmediato de la Liga pertenezca al cejijunto Anthony Davis. Pero, aún a día de hoy, nadie posee tanta capacidad para legislar en el campeonato que LeBron James. La competición oscila según sus movimientos hercúleos y a las pruebas me remito. Abandonó su Ohio natal con el fin de que Miami encadenase dos títulos consecutivos (2012 y 2013) y regresó a casa para meter en la aristocracia a unos Cavaliers intrascendentes hasta entonces. El Elegido viene de disputar su quinta final consecutiva, sexta a lo largo de su carrera, y terco como una mula amenaza con plantarse en otra.
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El verano ha deparado algunos traspasos importantes que, sin embargo, apenas alteran las estructuras del poder. Si acaso sirven para armar todavía más el poderío de ciertos favoritos. Es el ejemplo de San Antonio, que mantiene la columna vertebral de veteranos a quienes tanto debe el baloncesto, conserva en el banquillo al mejor entrenador de la NBA (Gregg Popovich) e incorpora dos pívots de primer nivel que refuerzan su juego interior. LaMarcus Aldridge y David West llegan para apuntalar las opciones de un conjunto que los buenos aficionados llevamos grapado en el alma. Hace un año escribí que media docena de franquicias optaría al anillo. Y hoy, pese a un puñado de trasvases interesantes entre plantillas, me reafirmo en varias conclusiones.
La primera representa un mal ya endémico de la Liga. Me refiero al profundo desequilibrio entre la debilidad oriental y el superávit de talento al otro lado del mapa. Los años ensanchan con fórceps la sima entre ambas conferencias. El octavo clasificado del Oeste enseña habitualmente credenciales bastante más sólidas que el tercero del Este, pero la norma del café para todos nos priva cada primavera de ver en los play off a auténticos equipazos y estrellas incuestionables. La NBA amaga sin pegar, ya ha quitado la tapa al debate sobre la conveniencia de clasificar para las eliminatorias a las dieciséis mejores franquicias, independientemente de su asentamiento geográfico. Pero no se atreve a remover el contenedor de los residuos. Así que solo Cleveland, o incluso Chicago, pueden con el permiso de Atlanta, Washington y Toronto a menor escala discutir como embajadores aislados la supremacía evidente del Far West. Ambos retienen las aptitudes que les condujeron a lo más alto de su conferencia hace cinco meses. Los Cavaliers, a base de apuntalar la lealtad de soldados entregados a la causa de su mariscal de campo. Los Bulls, mediante un relevo en el banquillo. El obsesivo y metódico Tom Thibodeau, responsable de muy buenas campañas regulares con fallos reiterados a espadas, cede la vara de mano al baloncesto más jovial de Fred Hoiberg.
Mientras el Este se nutre con la cartilla de racionamiento, por la otra parte del país continental hallamos abundancia de comida. Antes de alcanzar la médula del asunto, y para no caer en el pecado de omisión, quizá resulte justo mencionar la más que notable calidad de Oklahoma City liberado por fin de su técnico Scott Brooks, los Grizzlies del mejor pívot del mundo (Marc Gasol, lo afirman los directores deportivos de la NBA, lo suscribe un servidor) y los Rockets del formidable James Harden. Pero las previsiones y el sentido común apuntan a un trío de superestructuras, de las que dos (Warriors y Spurs) tienen más crédito que la otra (Clippers).
Golden State dignificó la temporada pasada hasta el límite la herencia celestial que recibió de San Antonio. Ningún equipo como estos dos ha aunado con semejante naturalidad belleza y eficacia, equilibrio y responsabilidad. Ataques de orquesta sinfónica y, especialmente en el caso del cuadro californiano, una defensa de hierro en guante de seda pura. Los Warriors apuestan por la continuidad de su fórmula hermosa y mágica. Los Spurs vuelven a la carga sin renunciar jamás a sus señas de identidad. Fichan a dos cuatros inteligentes, Aldridge y West, porque nadie forma en sus filas sin superar con holgura el test de la inteligencia. ¿Para qué? Para desarrollar el viejo juego aburrido de siempre, que dice el gurú Popovich. El embustero domina el escenario, es dueño de sus actos y sobre todo de sus silencios. Y oposita una vez más a la final de un campeonato que quiere disputar a LeBron, el rey de la selva.
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