Ángel Resa
Miércoles, 3 de junio 2015, 13:08
La final de la NBA que inaugurará el Oracle Arena en la madrugada del jueves al viernes es un regalo curioso. Se trata de una ofrenda maravillosa por la categoría de Golden State Warriors y Cleveland Cavaliers, pero incluye en la factura un ... par de peajes: la retransmite un canal televisivo de pago que cuida de manera formidable un producto ya de por sí espléndido y aún no ha nacido el corrector de ojeras capaz de disimular los estragos físicos de partidos que aquí terminan al alba. Asumidas las adversidades, los aficionados preferimos ver el vaso repleto. Nos aguarda una de las mejores serias definitivas de los últimos años, un cruce de estilos muy diferentes que -cada cual a su manera- confluyen en la excelencia. Al desenlace del thriller han llegado dos de los cinco equipos convocados en octubre a luchar por el título, un repóker de candidatos que completaban San Antonio Spurs, Los Ángeles Clippers y Chicago Bulls.
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No parece exagerado calificar este asalto al anillo como apasionante. De un lado, los Warriors han conjugado bondad y estética. Forman un equipo realmente buenísimo tras revertir a partir de la campaña pasada sus formas huecas de antaño, postureos muy entretenidos a los que les faltaba el rigor y la consistencia defensiva imprescindibles para aspirar a las cotas más altas. Aquellos fuegos de artificio y tracas vistosas han evolucionado del estado gaseoso al sólido. Y todo ello sin ceder la identidad lúdica de un grupo inclinado a divertir a la gente. Con el soberbio en el sentido deportivo del término- Stephen Curry sobre el escenario, la prestidigitación, las muecas de asombro y las sonrisas beatíficas en el graderío están aseguradas.
Por otra parte los Cavaliers, reinventados a partir de esa piedra sobre la que cualquiera edificaría una iglesia. Con LeBron James todo resulta posible. El Elegido encadena su quinta final consecutiva porque, allí donde va, su franquicia cuenta para levantar el trofeo. El Sumo Hacedor viró a tiempo un barco de larga eslora mal construido en los astilleros del verano. Partía de un Big Three (él mismo, Kyrie Irving y Kevin Love) que ha decepcionado por el último vértice y padecido las lesiones del base. Pero no hay mal ante el que LeBron sufra de impotencia. El club pescó bien en el caladero de invierno (Iman Shumpert, JR Smith y Timofey Mozgoz) y a las órdenes del jefe transformó la anarquía de su juego hasta febrero en un régimen autoritario que trata bien a sus súbditos. Dentro de esa tropa cada soldado conoce su cometido. James amasa la pelota en ataque, tira de tres, hunde a rivales desde el poste, devasta las zonas con sus penetraciones ultramusculares y asiste desde el aire a tipos que deben permanecer siempre atentos, especialmente tiradores como Smith, James Jones y el racheado Shumpert o el magnífico reboteador ofensivo Tristan Thompson. Atrás el equipo ha establecido un orden muy serio con notable actividad defensiva y la intimidación de su montaña rusa. El agua clara y el chocolate espeso.
Apuestas
Las apuestas se inclinan hacia Golden State. El conjunto de la bahía parece mejor desde el punto de vista colectivo en esta serie que enfrenta dos modos muy distintos de concebir el baloncesto. El bote de los Cavaliers frente a la bendita circulación de la pelota que promueven los Warriors, muy en la línea de los celestiales Spurs que tanto beneficio han rendido a este deporte. Contemplar un partido de Curry y compañía es una gozada enorme por el ritmo elevado de juego, el atrevimiento en ataque reñido con la especulación, el sentido común de alta velocidad y un lanzamiento exterior impropio de este mundo. El de don Stephen, por supuesto, capaz de generárselo de cualquiera manera: tras bote normal o por la espalda, con cambios de dirección que mandan pacientes al traumatólogo, saliendo de bloqueos o frenándose a nueve metros en el contragolpe. Se trata de ese mago admirable que saca puntos de donde no los hay. Pero también por la estética impoluta del tirador Klay Thompson, un jugador hermoso y completísimo que aporta a ambos lados de la cancha.
Es inevitable, y más para la individualista mentalidad estadounidense, presentar la serie definitiva como un duelo particular entre Curry y James. Lógico, pero injusto. ¿Cómo mandar al desván del olvido a los lujosos secundarios del rey LeBron, sobre todo a ese prodigio técnico apellidado Irving? La recuperación del base tras perderse algunos partidos en la semifinal del Este representa una noticia excelente para Cleveland. No tanto por dirigir los ataques ante la omnipresencia de El Elegido. Sí como amenaza anotadora indudable y para descargar de alguna responsabilidad al jefe que todo lo asume. En el fondo se miden dos equipazos, uno con mayúsculas (Golden State) y otro forjado de manera diferente, en letras de caja baja alrededor del logotipo más brillante de la NBA en los últimos tiempos. ¿Cómo prescindir de referencias tan importantes en el bando californiano como Klay Thompson o Draymond Green, cuatro bajito, joven y total al que le aguarda una gloria segura?
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Pero, en fin, tampoco podemos obviar que gran parte del desenlace en esta final que se prevé larga -¿seis o siete partidos con favoritismo de Golden State?- recae sobre los hombros de Stephen y LeBron. Curiosamente dos hombres que vinieron a la vida en el mismo hospital de Akron (Ohio). Un suceso lógico para el Hércules moderno, circunstancial en el caso de su adversario. Curry nació allí porque su padre, tirador excelso pero mucho más limitado que el hijo, militaba entonces en los Cavaliers. Ambos entrenadores y su séquito de ayudantes traman estos días el modo de echar cancerberos sucesivos a las dos megaestrellas. Se intuye que Shumpert, Smith y Dellavedova tipo duro que reparte a discreción- se alternarán en el marcaje a Curry. Y que Steve Kerr mandará contener a James en la medida de lo (im)posible a Harrison Barnes, Green y el ahora suplente de alto rango André Iguodala, un defensor físico de primer nivel. Pero durante los días previos a la contienda, el propio LeBron ha declarado que no existe forma humana de parar a ambos. Recuerda a la letra que cantaba Enrique Bunbury con sus Héroes del Silencio. Te sientes tan fuerte que piensas que nadie te puede tocar.
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