oskar belategui
Miércoles, 28 de enero 2015, 20:45
François Truffaut fue el primer crítico que hizo realidad su sueño de convertirse en cineasta. Hasta entonces, solo se accedía a la silla de director tras pasar por el meritoriaje. Su escuela fueron las salas de barrio de París; sus herramientas de conocimiento las películas, ... libros y revistas que devoró para escribir crónicas libres y apasionadas. Daniel Monzón (Palma de Mallorca, 1968) también empezó de crítico, y siempre supo que iba a ser director.
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La cinefilia se la inculcó su padre, un catedrático de Literatura destinado en Valencia con una colección de libros de cine que el pequeño Daniel devoró. A los siete años, su abuela le llevó a ver el King Kong de 1933 proyectado en una sábana en una comunidad de vecinos sentados en sillas de tijera. Monzón experimentó una epifanía. Sus primeros pasos como director los dio con un proyector de juguete, dibujando fotogramas en papel vegetal y grabando los sonidos y la música en un radiocasete de la época.
El siguiente paso fue marchar a Madrid a estudiar Ciencias de la Imagen. Su pasión por las películas le llevó a los 20 años a presentarse en la redacción de Fotogramas con unos cuantos artículos. Comenzó a colaborar con la revista y a frecuentar los festivales. También a aparecer en el programa de Televisión Española Días de cine junto al llorado José Luis Guarner, el mejor crítico que ha existido en lengua castellana.
Monzón acabó de subdirector del espacio, lo que le permitió adjudicarse los reportajes más apetecibles y entrevistar a sus ídolos: John Carpenter, Steven Spielberg, Roman Polanski, Woody Allen... En los rodajes se hizo amigo de la plana mayor del cine español: Álex de la Iglesia, Julio Medem, Santiago Segura... Y con todo ese bagaje tuvo claro que no podía retrasar más su salto al cine. En 1999, tras haber firmado el guion de Desvío al Paraíso (1994) de Gerardo Herrero, sin haber rodado siquiera un corto, rodó su primer largometraje, El corazón del guerrero.
Nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a debutar con un filme de 500 millones de pesetas de presupuesto inscrito en el género de espada y brujería. «Si te das la hostia, que sea a lo grande», le aconsejó Álex de la Iglesia en un momento en que el cine español no acostumbraba a frecuentar el fantastique. El corazón del guerrero sucede en la desbordante imaginación de un adolescente madrileño, asaltado por visiones que se corresponden con las partidas de rol que juega cada noche. La fantasía como única manera de soportar la realidad.
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Hechiceros, criaturas mitológicas, Joel Joan como una suerte de Conan el Bárbaro... La película (entonces) con más planos tratados digitalmente de la historia del cine español demostró la ambición de su director y su propósito de llegar al gran público, dos constantes en su filmografía. «A la hora de dirigir me parece muy egoísta hacer películas para uno mismo», confesaba a este periodista en el estreno. Dirigir conllevó que jamás volviera a escribir una crítica. «No sería ético que hablara de películas de compañeros. Ahora sé el esfuerzo que significa hacer un filme».
El robo más grande jamás contado (2002) toma el Guernica de Picasso como excusa para edificar una comedia sobre un grupo de perdedores que sueña con robar el lienzo y dar el golpe de sus vidas. Monzón contempla a estos freaks desde el prisma de la caricatura, entre el humor costumbrista y persecuciones y explosiones. «Un cruce entre Atraco a las tres y Misión imposible», definió su autor. La taquilla de una cinta con evidente vocación comercial también fue esquiva, así que el mallorquín regresó al género fantástico con La caja Kovak, nacida del impacto que le provocó el 11-S. La clave para manipular al otro, sostenía el filme, reside en el miedo.
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Celda 211 (2009) consigue al fin establecer a Daniel Monzón como un director taquillero con un thriller carcelario que no inventa nada nuevo, pero se beneficia de un inmenso Luis Tosar como Malamadre, el preso más carismático y peligroso de un penal amotinado. Los ocho Goyas y los más de 13 millones de euros recaudados permitieron al realizador tomarse con calma su siguiente proyecto. Cinco años después, El Niño (2014) demuestra de nuevo su conexión con el público y un pulso firme para las escenas de acción. Monzón aprovecha el fascinante universo delimitado por el Estrecho de Gibraltar, donde colisionan dos continentes, tres países (España, Marruecos y Reino Unido) y contrasta la opulencia de edenes de ricos como Sotogrande con la miseria de barriadas africanas.
«La película no juzga a nadie, cada uno tiene sus razones, que decía Jean Renoir», cita Monzón, un tipo discreto, prudente y encantador en el trato, que al igual que Truffaut confunde el cine y la vida: «Tengo recuerdos que no sé si provienen de mi vida o de películas que he visto».
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