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Emmanuel Macron, en sus tiempos de ministro de Economía, posando con una guitarra eléctrica.
Un piano en el Elíseo

Un piano en el Elíseo

La política no pierde el compás. Los presidentes de Francia y Holanda dominan el teclado y defienden sus virtudes. El de Perú ha dirigido a la Filarmónica de Israel y Putin le da a la tecla en cuanto tiene oportunidad

Isabel Urrutia Cabrera

Sábado, 10 de junio 2017, 01:17

La capacidad de divertir se ha convertido en un elemento de peso en el mundo de la política. Incluso en el país vecino, tan amante de los debates sesudos y la lógica cartesiana. Hay que echar mano de recursos interpretativos más allá de la retórica, como tocar un instrumento musical. Entre los más habilidosos, se encuentra el presidente de Francia, Emmanuel Macron, un mandatario que se defiende al piano. La prensa gala ha recordado que estudió diez años en el Conservatorio de Amiens y, todavía mejor, ganó «un tercer premio en un concurso». Ahora bien, todavía no ha demostrado su talento en público.

Está prevista la instalación de un piano en el Elíseo pero, de momento, solo se le ha visto agarrar una guitarra eléctrica. A la espera del recital del dirigente francés delante de las cámaras, se va calentando el ambiente con pequeños detalles sobre sus gustos y debilidades. Le encanta «la libertad de Rossini», «la fantasía alocada de Schumann» y «el europeísmo de Liszt». Una trinidad con la que define su personalidad. No da puntada sin hilo. Igual que su homólogo holandés, Mark Rutter, otro europeísta de centro, con sentido del ritmo, que presume de musicalidad y carisma. Hace un año no dudó en sentarse al piano en mitad de la estación central de tren, en La Haya, para deleitar a los transeúntes con el Impromptu 90 nº 3, de Schubert.

Todo partió de una invitación de la Compañía Ferroviaria Neerlandesa que le animó a cumplir con su palabra. En un mitin había reflexionado sobre las virtudes de la música en los centros neurálgicos de mucho ajetreo. El primer ministro holandés no le tiene miedo a los focos y se abre como un libro. Soltero, de 50 años, vive con su madre y se confiesa «muy feliz». Una de sus piezas musicales favoritas es Gute Nacht, de Schubert, una canción sobre el desamor y la soledad infinita. Nada que ver con Ivo Josipovic, presidente de Croacia entre 2010 y 2015. Experto en Derecho Penal, compositor y pianista, fue director de la Bienal de Música de Zagreb, pero nunca se atrevió a ofrecer un concierto o hablar de su vida privada. Excomunista y militante socialdemócrata, prefería dedicar su tiempo libre a finiquitar una ópera sobre John Lennon. Todavía pendiente de estreno.

Putin y las fans chinas

Entre los audaces nunca falta el presidente ruso, Vladímir Putin, al que se pudo ver recientemente en Pekín, sentado al teclado, mientras esperaba en una recepción a su colega chino, Xi Jinping. En un aparente arranque de espontaneidad -ya estaban preparados los fotógrafos- interpretó un par de melodías rusas de los años 50. Sentimentales y evocadoras. La primera era una declaración de amor a San Petersburgo y la segunda, un canto a la amistad. Dio en el blanco. Las redes sociales se convirtieron en un hervidero, agitado por fans chinas que se mostraban rendidas a los encantos del líder del Kremlin.

Los periódicos de Pekín apenas han dado cobertura a la anécdota de Putin. Eso sí, no han dejado de resaltar el talento del anterior presidente chino, Jiang Zemin, «que no solo tocaba el piano, sino también la flauta, instrumentos de cuerda típicos de Asia y la guitarra hawaiana». Lo nunca visto ni oído. La música está cobrando una relevancia insólita en el panorama político. Ahora parece mentira que altos mandatarios como Edward Heath, primer ministro de Reino Unido (1970-1974), o Ehud Barak, su homólogo en Israel (1999-2001), se vieran obligados a reprimir su pasión por Mozart o Elgar. Muchos de sus compañeros de partido lo consideraban un signo de debilidad que rayaba lo vergonzoso. Y más aún en el caso del soldado más condecorado del Estado judío.

El teniente general Ehud Barak no solo tenía constancia y valor en el campo de batalla. Le llevó media vida dominar la Sonata nº 23 (Appassionata) de Beethoven, pero él nunca cejó en su empeño hasta conseguirlo. Con la fuerza de voluntad que le había inculcado su padre en el kibbutz. «Nunca se deja de aprender... Eso me repetía cuando empecé a estudiar música. Murió a los 92 años, pero llegó a oírme tocar la Appasionata. Lo tenía al teléfono y le susurré: escucha. Se quedó callado y... lanzó una carcajada. Tenía razón. Nunca se deja de aprender», recordaba el expresidente laborista de Israel en una entrevista al periodista y maestro de la batuta Gilbert Kaplan.

También era muy disciplinado el político inglés Edward Heath. Era organista y director de orquesta. Militar y conservador, de orígenes humildes, no desentonaba en el podio cuando se ponía al frente de la London Symphony Orchestra. Una experiencia que no repitió tantas veces como hubiera querido. Amigo de Yehudi Menuhin, cultivaba una imagen de hombre sensible, tímido y amante de las tradiciones. Le encantaban los villancicos y la vela. Muy poca gente se imaginaba que, al poco de fallecer, se le acusaría de haber abusado sexualmente de niños.

Un peruano que le quita la batuta a Zubin Mehta

  • Más allá del portorriqueño Luis Alberto Ferré, que lideró su país entre 1969 y 1973, no se conocían otros casos de mandatarios latinoamericanos con dotes para la música clásica. Pianista de cierto renombre y amigo de Pau Casals, fue determinante para impulsar el festival que lleva el nombre del chelista catalán en la isla caribeña. Formado como ingeniero en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), se perfeccionó musicalmente en Londres. Una rareza sin parangón.

  • Hasta que llegó Pedro Pablo Kuczynski, el presidente de Perú, para colocar el listón todavía más alto. Educado en Oxford y Princeton, economista del Banco Mundial, toca el piano y la flauta travesera. Es primo del director de cine Jean-Luc Godard y está casado con una prima de la actriz Jessica Lange. Tiene muchas tablas. De ahí que no se arrugara a la hora de dirigir a la Orquesta Filarmónica de Israel, en un concierto en Lima, delante de Zubin Mehta. Interpretaron el himno nacional peruano.

Duelo hispano-germano

«Es positivo que se conozca el amor por la música clásica de los políticos. Lo cual no les hace mejores presidentes o personas. En España, el único caso que ha llamado la atención era Leopoldo Calvo-Sotelo. Tenía fama de culto y tocaba el piano», apunta Francesc Cortés, doctor en Musicología y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona. Pese a todo, no dejó demasiada huella.

El liderazgo de Calvo-Sotelo empezó después del 23-F y concluyó al año siguiente. Al menos, le dio tiempo a instalar un piano en la Moncloa. A su antecesor, Adolfo Suárez, le había bastado con habilitar una pista de tenis para sentirse a gusto. Ambos eran miembros de UCD (Unión de Centro Democrático) pero cada uno era hijo de su padre y su madre.

«La familia pesa mucho. Si hay talento musical, se cultiva de forma espontánea y, en caso contrario pues, bueno, también se puede terminar estudiando un instrumento... Antaño era una forma de reflejar un estatus», admite el musicólogo catalán. Algo de eso había en la imagen que proyectaba Calvo-Sotelo. De hecho, él mismo terminó reconociendo en sus memorias que tenía pocas aptitudes musicales. No pudo escaquearse en su visita oficial al canciller federal de Alemania Helmut Schmidt, un reputado melómano y pianista: «Me entraron sudores fríos nada más ver que me señalaba un par de magníficos Steinway en un salón de sus dependencias en Bonn». El dirigente germano se moría de ganas de tocar con su colega español un concierto de piano para dos manos. A Calvo-Sotelo no le tembló la voz: «Siento defraudarte pero yo toco muy mal». Así se cayó el mito. En otras latitudes, como Estados Unidos, no hace falta exagerar la realidad. Nada menos que diez presidentes, desde el chelista y violinista Thomas Jefferson hasta el saxofonista Bill Clinton, se defendían con un instrumento (o más). «Allí, las clases dirigentes nunca han tenido prejuicios contra la música, ya sea popular o sofisticada», reflexiona Cortés.

Algunos, como Richard Nixon, protagonista del escándalo de Watergate y promotor de dictaduras en Latinoamérica, llegaron a acariciar el sueño de ser concertistas de piano. Una pena. Nixon apostó por la actividad en la que desafinaba más.

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Iñigo Urkullu, con el txistu y el tamboril.

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Los emperadores Akihito y Michiko, con la princesa Sayako.

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