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óscar cubillo
Sábado, 10 de junio 2017, 13:52
Hacía mucho tiempo que no nos veíamos atrapados en un concierto con tan mal ambiente. Ni en las fiestas. Ni en las verbenas. Acaeció el viernes en el Guggenheim, en el ciclo Art After Dark, que te permite potear, bailar al son de DJs, atender ... a un bolo y pasear por las galerías del museo por la noche. El viernes de luna llena, toda la culpa del mal ambiente la tuvo la una gran porción del respetable, un gentío pijotero, veinteañero (guapas ellas, ellos perfumados), bebedor (todos asían consumiciones en vasos de plástico, casi todos copas, la mayoría gin tonics; tanto gin se veía que llegamos a sospechar que la entrada incluía consumición, pero no, nuestro gozo en un pozo) y fumador (en la terraza de los tulipanes olía a marihuana).
Para más inri, buena parte de este gentío conocía al actuante, a Antonio Garamendi. Esta peña se colocó en las filas de vanguardia y no tardó en formar molestos corrillos charlatanes (alguna vez nos alejamos del foco hablador), pero dotados de un sexto sentido que les permitía aplaudir y jalear al acabar cada canción. Buf, esta gente incordiaba más que los de la manifa de los antitaurinos subvencionados de la tarde del viernes en la exitosa corrida benéfica. Ya se había dado cuenta del percal el protagonista musical, Garamendi, que comentó en sucesivas intervenciones: «la mitad ha venido a bailar» y «veo gente muy motivada para la fiesta», advirtió por el principio, y «esto ha sido más un evento social, espero que hayáis disfrutado, y no os maméis demasiado», reconoció por el final.
Fue un concierto de 16 piezas en 72 minutos. Al acabar la primera, se curó en salud Garamendi respecto a las previsibles dificultades técnicas: «Veo caras conocidas. Gracias a los técnicos, que han debido sonorizar esta catedral que tiene tanto eco», y puso un ejemplo con un aullido singular antes de proseguir con su presentación: «Estamos intentando hacer algo distinto a lo que es una banda habitual, y esperemos que os guste». Lo diferente fue el formato: un octeto sumando cuarteto de cuerda y cuarteto de pop-rock, todos con partituras y como un paso por detrás la banda eléctrica, no diremos que poco implicada ante un repertorio muy personal e introvertido, pero casi.
Garamendi, apellido y apelativo artístico que sirve al líder, Antonio, un getxotarra de 86, y al propio grupo, abrió con aires a lo Windmill con violines, emuló las sonoridades del brit-pop comercial de Coldplay y demás coetáneos, y hasta resonó a los Oasis suavitos (Desert Plains, título de su reválida, con el piano y las cuerdas bien arreglados, pero como para oír de fondo).
Cambio de tercio
Era la cuarta canción y ya proferimos asombrados: «¡no paran de hablar!». Entonces llegó un cambio de tercio con canciones en castellano de su disco debut, Garamendi (2012). La cosa se animó un poco, con roces a Juan Carlos Pérez y Lapido según Topo (La niebla), pop progresivo con lírica comercial a lo Alborán o Manu Carrasco (El reflejo; «en castellano va cogiendo más garra», observó Topo), más pop Coldplay (KenZazpi lo han asimilado con más vigor) en un cancionero no desagradable (para oír de fondo) que ni rompe ni arrastra (Colores, con Garamendi todo el rato usando el mismo tono vocal, el mismo sostenido con la boca entrecerrada, sentado tras su teclado, mirando con prevención al público), insistiendo en la salmodia (Humo y pólvora, flotante y algo Keane, con final Supertramp).
Tras el pasaje castellano, dijo el líder: «Una canción bonita ahora. Este show está preparado para sonar en un teatro, todos sentaditos, para escuchar con detalle», alegó Garamendi ante el guirigay de fondo, y tocó con la guitarra una flojita canción country a lo Nilsson («¡Aúpa, Antonio!», gritaron sus presuntos amigos; «trae colegas para esto», flipó Topo). A continuación, con cuerdas y piano hizo un instrumental a lo Michael Nyman que calificó de peliculero y que dedicó a los currelas del Museo (los había a montones: vigilantes y seguratas por pasillos, galerías) y que pareció sonar como si fuera un grupo callejero ante decenas de paseantes en el aforo (en este momento un señor, quizá un familiar de los músicos, llegó a chistar para que se hiciera el silencio, pero nadie le hizo caso), y luego con piano a solas y su voz dedicó una canción «a mi chica, que vive en Madrid y yo en Bilbao» (A Heart For The Distance).
Y a pesar del aumento de la carga arreglística e instrumental (soul rock mancuniano, rollo The Verve, coros voluntariosos pero fallidos en So High), Garamendi y los suyos acabaron diluyéndose en una atmósfera, un hábitat, en absoluto propicio para un concierto de esa guisa tan serena, reflexiva, melancólica, culta
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