Isabel Urrutia
Jueves, 8 de septiembre 2016, 00:44
Tiene 56 años y mide 1,43 metros. Nació sin brazos ni manos. Se las apaña con los dedos, ocho en total, que le brotan de los muñones en sus hombros. Se llama Thomas Quasthoff (Hildesheim, Baja Sajonia, 1959) y es un artista de pura ... cepa. Los estragos de la Talidomida no mermaron ni un ápice de su talento. «Mi discapacidad muy pronto dejó de ser un problema. Se convirtió en un hecho. Punto», recalca el bajo-barítono alemán. En la actualidad prefiere volcarse en el jazz y la docencia. Es más llevadero que los oratorios, recitales o las funciones de ópera.
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Thomas Quasthoff, dándolo todo con 'Moon river', en un programa de la televisión germana.
Su carrera lírica duró 24 años entre 1988 y 2012 pero le sobró tiempo para ganar cuatro premios Grammy con grabaciones que lo mismo van de Mahler a Bach, pasando por Schubert. Tiene una dicción perfecta y un canto elegante, muy fluido y nada aristocrático. Abierto a todo el mundo. En su juventud era un loco de Steve Wonder y Chick Corea. Le picó el gusanillo cuando descubrió que le desataba la alegría. Que era mucha y sin complejos.
Parece que no le dejaron huella las amarguras de la infancia, cuando vivía recluido en un centro para discapacitados mentales. Aquellas eran noches de poco dormir «mis compañeros de habitación gritaban y gritaban» y días de mucho llorar. El pueblo germano no se distinguía por la sensibilidad hacia los afectados por anomalías psicomotrices. Así lo denuncia el propio Thomas Quasthoff en 'Die Stimme' (La voz), pendiente de traducción al castellano.
El libro se ha vendido como pan caliente. A sus compatriotas no se les atraganta su lectura. Ni siquiera les ha indignado saber que no se le permitió matricularse en el conservatorio. El reglamento es el reglamento. Como no podía tocar el piano, se le cerraron las puertas a cal y canto. Daba igual que tuviera una voz broncínea y dúctil, capaz de provocar un nudo en la garganta en apenas un puñado de compases. A falta de potencia, su fuerte es la expresividad. Tiene mucho que comunicar. Sin sentimentalismos. Siempre ha sido un tipo duro, inmune a los desprecios y el vacío. Desde pequeñito se las ha arreglado para seguir adelante, con la cabeza alta y la carcajada a flor de labios.
«Cuando salía a la calle, me decían que las brujas me habían echado una maldición», evoca el cantante, con tono notarial y aséptico. Es la misma actitud que adopta al recrear su años en la Universidad de Hannover, mientras estudiaba la carrera de Derecho, cuando pedía ayuda en vano delante de las estanterías de la biblioteca. No siempre le ayudaban. «Eran gente muy ocupada, estudiaban mucho y no tenía tiempo para levantar la vista y desconcentrarse». Lo explica sin rencores ni mala sangre.
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Estrella del cabaret
Apenas aguantó un par de años en la universidad, prefería salir a la calle y curtirse en night clubs. En poco tiempo se convirtió en una estrella del cabaret. Hijo de una pianista amateur y un cantante frustrado demasiado tímido para hacer carrera, le resultaba imposible reprimir sus ansias de protagonismo bajo los focos. O delante de los micrófonos.
Antes de volcarse en la lírica, trabajó durante seis años como locutor de radio en programas culturales. Es un apasionado de todas las artes especialmente de la literatura y tiene mucha labia. No titubea. No se aturulla. Nunca tartamudea. Va directo al grano. De ahí que aparcara los libros de Derecho y se volcara en el show business. En su caso, el canto lírico. ¿Por qué no? En 1988 ganó el Concurso Musical Internacional de Múnich de la televisión alemana (ARD) y los intérpretes de la categoría de Dietrich Fischer-Dieskau se rindieron a sus pies.
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El personaje de Papageno ('La flauta mágica') es uno de los favoritos del bajo-barítono alemán.
Se convirtió en un personaje que atraía a los poderosos. No era raro que Bill Clinton, Jacques Chirac, Tony Blair y Gerhard Schröder acudieran a sus conciertos y brindaran con champán en su honor. Por aquel entonces, Thomas Quasthoff se dejaba agasajar sin perder la cabeza. Trabajaba duro para ampliar su repertorio, se enclaustraba en los estudios de grabación, viajaba por medio mundo y hasta se posicionaba políticamente. No dudaba en definirse como socialista, devoto de Nelson Mandela y contrario a la política de Israel en los territorios ocupados. Le cuesta morderse la lengua.
Tan ilusionado como temerario, no se arredró a la hora de actuar en las óperas 'Fidelio' de Beethoven y en 'Parsifal' de Wagner, ante los públicos de Berlín y Viena. Hubiera seguido con obras de Verdi, Strauss y Weber pero el cuerpo se le rebeló. Sufría demasiado. Los dolores en la espalda eran mortificantes, una de las muchas secuelas que padecen las víctimas de la Talidomida. La puntilla llegó con la muerte de su hermano mayor, Michael, «el mayor apoyo que he tenido desde que nací». En 2012 se le quitaron las ganas de cantar y volar de aquí para allá. En la actualidad actúa esporádicamente lo mismo canto lírico que jazz o pop y da clases en la prestigiosa Escuela de Música Hanns Eisler de Berlín.
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Está casado con Claudia Schtelsick, una periodista de la televisión alemana, y tiene una hijastra. «Ahora soy especialmente feliz y más vulnerable. Me permito el lujo de bajar la guardia y relajarme. ¡Hasta lloro cuando algo me emociona! La vida ya no me parece tan complicada». Thomas Quasthoff, un hombre que se empeñó en soñar. Costase lo que costase. Sabía que había nacido con un único objetivo. ¿Cuál? Conseguir todo lo que estaba fuera de su alcance. Lo dicho, un artista de pura cepa.
Thomas Quasthoff, en una versión muy sentida de 'My way'.
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