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David López
Miércoles, 27 de enero 2016, 17:43
Agosto de 2002. El verano que vio la luz 'Turn on the bright lights'. El de la reválida de DJ Shadow que ratificaría su efímero reinado como máximo exponente del hip hop abstracto. Una sucinta reseña en una revista alimentaba la curiosidad de los rastreadores ... de tendencias, prestos siempre a descubrir la 'next big thing', y de los arqueólogos que rebuscaban conexiones insólitas con el pasado bajo las ruinas del underground norteamericano. Apenas unas líneas que anunciaban tímidamente el advenimiento del profeta de una nueva era. 'Losing my edge', el single que alumbraba el origen de LCD Soundsystem (se publicó en un maxi junto a otro pepinazo imbatible, 'Beat connection'), se embriagaba de la ansiedad post 11-S de una ciudad, Nueva York, entregada al hedonismo y a la memoria velada de la cultura de club como alternativa terapéutica al terror y el caos. James Murphy, el hombre detrás de la máquina, insuflaba desenfreno milenarista e ímpetu punk al esqueleto rítmico de 'Change', una cara B de los británicos Killing Joke, para armar este himno de tintes autobiográficos y producción espartana. Durante ocho minutos (reducidos a cuatro y medio en su videoclip), Murphy se lamenta hasta la extenuación de 'no estar a la última'. Otra generación, «con más talento y mejores ideas», ha llegado para quedarse, para arrebatarle su trozo del pastel en una industria que se nutre de modas y novedades pasajeras. Jóvenes que, valiéndose de internet y asumiendo como propia una nostalgia impostada, han vendido sus guitarras para comprarse un par de platos. Ironía y melancolía a partes iguales mientras una cadencia machacona e infecciosa nos golpea sistemáticamente («me interesa el efecto que el sonido ejerce sobre nuestros cuerpos», declaraba entonces).
Sin embargo, este narrador de excepción se jacta una y otra vez de haber vivido en primera persona algunos de los acontecimientos políticos, sociales y culturales más importantes del pasado siglo. El mayo francés del 68, el bautizo de Can en Colonia o el germen de Suicide en un loft a mediados de los setenta. En su viaje ficticio, colmado de idas y venidas que brincan a través del tiempo como los saltos de aguja en los surcos de un viejo vinilo, recuerda a los 'rock kids' que fue el pionero que reunió el valor suficiente para pinchar a Daft Punk en el CBGB aunque todos creyeran que había perdido el juicio. El mismo que compartió cabina con Larry Levan en el legendario Paradise Garage.
Incluso rememora un amanecer en una playa de Ibiza en 1988, desnudo sobre la arena y todavía abrumado por los excesos de una noche loca. Él siempre estuvo allí, antes que vosotros. La tildaron como «la canción más pretenciosa de la historia» pero, aún funcionando como tratado sobre el ego, 'Losing my edge' era el fruto de la pasión de alguien que amaba la música por encima de todo, que había mamado desde su juventud las sonoridades subterráneas de la vibrante escena neoyorkina. Una escena balcanizada que, con el sello DFA como guía y mecenas, y Murphy bien asentado en su papel de 'workaholic' iluminado por la gracia del beat (compositor, productor, remezclador y DJ, casi nada), abrazaría otra edad dorada.
La fábrica de baile
Con él estalló la bomba atómica. En su álbum epónimo (2005), Murphy y los suyos (entre ellos, el bajista Tyler Pope de !!! y la teclista Nancy Whang de The Juan MacLean) sintetizaron el legado de la metrópoli que nunca duerme y, sin miedo, asaltaron el futuro con la mira puesta en el pasado. Ecléctico y electrizante, tendió, con precisión milimétrica, el puente definitivo entre el rock que nació en las catacumbas neoyorkinas a finales de los setenta y la electrónica enfocada a la pista de baile. Todos habían sido invitados a la fiesta. Talking Heads coqueteaban con la música disco mientras el punk maquinal y sudoroso de Alan Vega y Martin Rev fraternizaba con los polirritmos y los bajos extremos de ESG. En su interior palpitaban las percusiones de Liquid Liquid ('Cavern'), War ('Low rider') y Tom Tom Club ('Wordy rappinghood'), se palpaban las estructuras acompasadas del krautrock y los pasajes ambientales de Brian Eno. Aquello era tecnopop, no wave, house orgánico y funk blanco con un pie en el post-punk del Mánchester de A Certain Ratio, The Fall y New Order. Sorprendía con medios tiempos que imitaban con descaro la progresión de acordes del 'Dear prudence' de los Beatles. Teclados psicodélicos, cencerros y movimientos febriles al calor del crepúsculo. Incluso el denostado electroclash reivindicaba cierta deferencia más allá de su condición de fenómeno coyuntural. Nadie se asustó: su aparente inclinación enciclopédica no renunciaba a la sátira existencial y el goce sin prejuicios. En este punto no entraré en debates estériles y no discutiré si su continuación, 'Sound of silver' (2007), es superior o no a su predecesor. Ambos, junto al autorreferencial 'This is happening' (2010), conforman una trilogía irrepetible, una de las cumbres sonoras del siglo XXI. Murphy acabaría dotando a sus canciones de emoción y proyección atemporal, hincando sus colmillos en la instrumentación repetitiva de Kraftwerk y los estribillos de Bowie, pero su debut, todavía hoy, irradia frescura y temperamento visionario. No fueron los primeros (Happy Mondays, Primal Scream), pero marcaron el camino y crearon escuela (de The Rapture a Holy Ghost). Jamás obtuvieron, eso sí, un reconocimiento masivo: como advertían en 'You wanted a hit', «nosotros no hacemos éxitos».
El largo adiós
La retirada se materializó el 2 de abril de 2011 con un concierto de más de tres horas en el Madison Square Garden de Nueva York. Era una velada especial y, por ello, impusieron hasta un 'dress code' (pidieron a los asistentes que vistieran de blanco, negro o ambos). Las entradas volaron y, cómo no, la reventa alcanzó cifras astronómicas. Acompañados de familiares y amigos (Arcade Fire protagonizaron una aparición estelar cuando interpretaban 'North american scum'), regalaron a los presentes (y a los espectadores que lo siguieron en streaming a través de Pitchfork) el repertorio soñado. Como testimonio de este largo adiós, dejaron un documental, 'Shut up and play the hits', un quíntuple vinilo, una exposición y un libro de doscientas dieciséis páginas con entrevistas y una amplia colección de instantáneas, todas ellas obra de Ruvan Wijesooriya, a la práctica fotógrafo oficial del grupo desde 2004. Murphy logró lo que pretendía: tiempo para centrarse en la producción, los remixes y el futuro catálogo de DFA. No obstante, era cuestión de tiempo que alguien tan hiperactivo como James Murphy no añorase la carretera y el estudio. Lo desmintieron por activa y por pasiva, pero a finales de 2015 los rumores apuntaban que el regreso era inminente.
El pasado diciembre lanzaron por sorpresa «una canción navideña depresiva» titulada 'Christmas will break your heart' y poco días después se confirmaba su participación en Coachella. En lo que llevamos de centuria, hemos sido testigos de los retornos de Pixies, Neutral Milk Hotel, Pavement, My Bloody Valentine o Slowdive, pero la controversia está servida cuando se trata de una banda que se separó hace apenas cinco años, que proclamó a bombo y platillo que aquella noche en Manhattan ofició «el mejor funeral posible». Y ahí estaban, en lo más alto del line-up del gigante de los festivales estadounidenses. En esta tesitura, Murphy se vio en la obligación de publicar una carta para disculparse con los seguidores que se sentían traicionados y prometió que no se embarcarían en una gira de reunión al uso: recorrerán el planeta y publicarán un nuevo disco. De momento, visitarán la península en el marco del Primavera Sound, compartiendo parrilla el 2 de junio con Tame Impala, Vince Staples, Air y John Carpenter. A quien esto escribe, sinceramente, le parece una gran noticia.
Mi primera vez
Y ahora, algo completamente diferente. Un relato personal. Fue en la carpa HelloMoto del FIB 2004, durante la última jornada del décimo aniversario del festival castellonense, calentando motores para una sesión a cuatro manos orquestada por Richie Hawtin y Ricardo Villalobos que se prolongaría hasta bien entrada la madrugada. Con solo tres singles en su haber, permanecieron algo más de treinta minutos sobre el escenario y, aún así, lo recuerdo como uno de los conciertos antológicos de aquella edición. De aquella temporada. Era, sin duda, una banda consagrada al directo. 'Yeah', con ese clímax orgiástico de percusiones y bases de inspiración acid fraguadas al amparo del clásico 'High state of consciouness' de Josh Wink, invitaba al éxtasis colectivo. Realmente memorable, a pesar de las circunstancias: la aerolínea que les trajo a España perdió sus instrumentos y tuvieron que echar mano del equipo de sus amigos Soulwax. Un año después, el 17 de abril, repetiría en La Rivera madrileña, con los entonces desconocidos Hot Chip como teloneros. Una imagen grabada en mis retinas: James Murphy, un tipo corriente sin maneras de estrella, paseando de un lado para otro poco antes del inicio del show, ensimismado en sus pensamientos, ajeno al bullicio de la sala. Ese mismo verano, otra vez en Benicàssim, nueva oportunidad de verles en acción, cerrando a lo grande un cartel que encabezaron Oasis y Nick Cave. Transcurriría un lustro para sumar el cuarto, en el Sónar 2010, cuando ya entonaban la despedida. Se mantenían en plena forma y firmaron uno de sus mejores sets en nuestro país. ¿Próxima parada? Barcelona, por supuesto.
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