Jacqueline du Pré, lista para dar lo mejor de sí misma. En el vídeo, arranque del quinteto 'La Trucha', de Schubert. Grabación de 1969, con du Pré, Daniel Barenboim, Zubin Mehta, Itzhak Perlman y Pinchas Zukerman.

Un regalo llamado Jacqueline du Pré

La chelista inglesa tenía debilidad por las gaviotas y el olor a salitre. A los 20 años grabó un disco histórico del Concierto de Elgar. Dicen que no le hacía falta leer a los rusos para intuir que «lo que da miedo no es la muerte sino el olvido»

Isabel Urrutia

Viernes, 25 de diciembre 2015, 08:42

Ahora tendría 70 años. Cargados de experiencia y desparpajo. Sin necesidad de botox ni de operaciones de lifting. Rondaría los 80 kilos (perfectos para una altura de 1,75) y no habría perdido la chispa de la locura. Esa vitalidad desmedida, lo mismo trotando por ... la playa que probándose un vestido de seda dorada. ¿Quién lo duda? Jacqueline du Pré (1945-1987) era una criatura fascinante.

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Nacida en Oxford, a ochenta kilómetros del mar, tenía debilidad por las gaviotas y el olor a salitre y aventura. La familia de su padre había vivido durante siglos en la isla de Jersey, al oeste de las costas de Normandía, y, por parte de madre, descendía de un viejo linaje de pescadores. Pero, no, ella estaba llamada a soñar con horizontes muy distintos.

Jacqueline vivió la mayor parte de su vida entre cuatro paredes, inclinada sobre su gran amor: el chelo, ese instrumento que parecía abrazarla cada vez que ella cerraba los ojos. No le hacía falta nada más para adentrarse en mundos desconocidos, más allá de la tierra firme y la rutina. El chelo lo era todo para ella y se vio obligada a dejarlo a los 28 años, con los primeros síntomas de la esclerosis múltiple. Murió a los 42. Deja grabaciones que causan el mismo efecto que un jarro de agua fría. Tenía prisa, mucha prisa por expresar todo lo que sentía.

El vídeo que acompaña estas líneas es un fragmento del quinteto La Trucha, de Schubert, con un puñado de jovencitos que formaban parte de su cuadrilla y hace tiempo que gozan del estatus de mitos vivientes. El mayor de ellos, Zubin Mehta, tenía entonces 33 años; los demás (Barenboim, Perlman, Zukerman y Du Pré) no llegaban a los 25 años. Es un clip muy breve, con ella en primer plano durante toda la ejecución. Puro disfrute y naturalidad. Ni un solo mohín impostado, ni una sola mirada con los ojos en blanco. Nada de mantener la mano en el aire para seducir al público. Ella se dejaba llevar por la música. Nada más.

Eran otros tiempos, cuando las jóvenes que se ganaban la vida en la música clásica no sufrían los corsés del márketing. Hacían lo que les apetecía, sin estilistas ni cirujanos plásticos. A no ser que modistas amateur como Madeleine Dinker metieran baza por mediación de amigos comunes porque, ay, Jacqueline era un poquito desastre con la ropa. La diseñadora inglesa sufrió lo suyo pero, en última instancia, consiguió imprimir un toque de sofisticación a la chelista más saltimbanqui y silvestre del panorama de los años 60. «¡Pareces un caballo salvaje!», le reprochaba Mehta con cariño. Así que Madeleine Dinker, cose que cose, se esmeraba en confeccionarle vestidos ligeros y cómodos, con un corpiño cerrado y lo más importante espacio para mover los brazos con entera libertad.

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Esos brazos níveos y atléticos hacían saltar chispas del Davidov Stradivarius, un chelo magnífico de 1712 que le consiguió una admiradora. Por cierto, sepan que también se defendía divinamente sentada al piano. Si no se lo creen, aquí tienen otro vídeo que muestra a un embobado y enamoradísimo Daniel Barenboim antes de casarse con ella. A eso yo le llamo sintonía en estado puro.

Vídeo: Du Pré toca al piano compases de un divertimento de Haydn y la sonatina nº 1 de Kuhlau. Al chelo, interpreta una sonata de Brahms, acompañada por Barenboim.

Vetado a las mujeres

Nadie había tocado el chelo de esa manera hasta que se plantó Jacqueline en mitad de un escenario. Ni siquiera la portuguesa Guilhermina Suggia el gran amor de Pau Casals se desmelenaba tanto delante del público. Y eso que hablamos de la portentosa Suggia, pionera en la interpretación de un instrumento que todavía a principios del siglo XX se consideraba netamente masculino.

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¿A quién se le ocurría que una joven pudiera colocarse el chelo entre las piernas? ¿Dónde se había visto tamaña vulgaridad? Las señoritas debían si no había manera de reconducir su preferencia musical tocar el chelo con el cuerpo girado, con las rodillas bien juntas. La misma tortura que sufrían las amazonas, que no debían montar los caballos a horcajadas. Convencionalismos absurdos que Suggia y su colega rusa Raya Garbousova, afincada en Estados Unidos, contribuyeron a superar a base de tesón y talento. Su trabajo no admitía réplica ni tonterías. Los compositores y directores de orquesta se rendían ante ellas.

En el caso de Jacqueline du Pré, con once años ya se las arreglaba para poner firmes a los profesionales. Nada que menos que Sir John Barbirolli chelista y maestro de la batuta se quedó pasmado cuando la vio en acción como participante del Concurso Internacional Suggia. Apenas superaba la altura del violonchelo pero su carisma eclipsaba a los chicos de más de 20 años. Era una niña gordita, callada y de morro fruncido, que se transformaba cuando agarraba el chelo. «Esta criatura no interpreta. Ataca, electriza... ¿De dónde ha salido?», se preguntaba el pianista Gerald Moore, acompañante habitual de cantantes de ópera, que tuvo la inmensa fortuna de encontrarse entre los oyentes.

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Nadie rechistó cuando se le concedió una beca que le permitía pagarse las clases con el chelista y pedagogo William Pleeth. «Fue como un padre. No le interesaba que hiciera las cosas a su manera, sino a la mía. Eso me gustaba», recordaría Du Pré poco más tarde, durante la grabación del Concierto de Elgar para chelo, con la Sinfónica de Londres, bajo la dirección de Sir John Barbirolli. Sí, otra vez el maestro inglés de padre italiano y madre francesa. Muy probablemente se moría de ganas de hacer justicia a una obra que en 1919, por falta de ensayos, fracasó estrepitosamente el día de su estreno. El pobre fue testigo de ello como chelista de la orquesta. Pero bien que se desquitó en 1965, cuando se puso al frente de una grabación que haría historia.

El mismísimo Rostropovich dejó de tocar el Concierto para Elgar porque todo (y más) quedaba dicho con la interpretación de Jacqueline. Una chica que tenía 20 años y no necesitaba leer ni a Tolstói ni a Dostoievski para intuir que «lo que da miedo no es la muerte, sino el olvido». Tenía que ser ella quien arrancara todo el colorido a una obra que, en palabras de Elgar, «resume la actitud de un hombre hacia la vida». Romántico y depresivo, así era el compositor inglés. Muy distinto a Du Pré que, al escuchar la grabación que había hecho, rompió a llorar. «No era eso lo que yo quería decir... ¡Para nada era lo que yo quería decir!», repetía la joven chelista, desconsolada y sorprendida.

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Jacqueline sabía más, mucho más, de lo que creía saber. Como le sucede a los poetas y los niños pequeños. Miraba muy fijo y con los ojos abiertos de par en par. Era una mujer que se bebía la vida con lujuria. También cuando salía a escena. Entonces hacía lo que tenía que hacer. Se concentraba y lo demás... Sobran palabras. Silencio. Escuchen. Disfruten. Y por supuesto, Felices Fiestas. Aprovechen cada hora y cada minuto con la mejor compañía. La que ustedes quieran.

Vídeo: Fragmento del Concierto para chelo de Elgar, con Barenboim a la batuta.

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