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Icíar Ochoa de Olano
Sábado, 17 de diciembre 2016, 02:19
Se levanta todos losdías del año a esa hora en punto? ¿Qué hace nada más saltar de la cama? ¿Desayuna lo mismo, de idéntica guisa? ¿Sigue un orden rígido de pequeños ritos antes de acostarse? ¿Toma siempre un trago de leche caliente en la taza roja descascarillada aunque se encuentre indispuesta en el lavavajillas? Si pudiéramos asomarnos a la intimidad doméstica de algunas de las mentes (y almas) más brillantes de los últimos cuatro siglos descubriríamos que, al menos en la forma, no somos tan diferentes a ellos. Flexibles, maniáticos, extravagantes, austeros, disciplinados, sistemáticos o caóticos, desde Joan Miró hasta Inmanuel Kant, pasando por el coetáneo Stephen King, todos se impusieron sus rutinas de cada día con el propósito mundano de organizar su tiempo de trabajo y de ocio, y tratar así de garantizarse un determinado grado de productividad en cada jornada.
El artista barcelonés, por ejemplo, se agarraba a una planificación inquebrantable y rica en la práctica de deportes vigorosos corría y boxeaba, en un intento de mantener ahuyentado el espectro de la depresión que padeció en la adolescencia. No perdonaba los tres cigarrillos con los que ponía la guinda al café del almuerzo, ni tampoco la sesión posterior de «yoga mediterráneo». Así se refería Miró a su siesta de cinco minutos suizos de reloj. En una hipotética carrera que midiera la infalibilidad en los usos, el filósofo prusiano de la Ilustración también haría podio. Los vecinos de su Königsberg natal una ciudad amurallada de la que Kant apenas se aventuró a salir, ni siquiera para deleitarse con la inmensidad del Báltico, que le quedaba a una distancia relativamente exigua sabían con exactitud la hora en que vivían en cuanto le veían salir de su casa «con su abrigo gris y su bastón español en la mano»: las tres y media en punto de la tarde. Del terrorífico autor de Portland da miedo incluso su liturgia laboral, de la que no se redime truene, cumpla años o se festeje Halloween. Su cuota diaria son 2.000 palabras. Si no la cumple, no se acuesta.
Rutinas sólidas, como estas, no son meras extravagancias. Sirven para «generar un entorno trillado para nuestra energía mental y nos ayudan a conjurar la tiranía de los estados de ánimo. Crear buenos hábitos nos permite liberar nuestras mentes y poder pasar a campos de acción verdaderamente interesantes», sostiene Mason Currey en el libro Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas, un compendio de hábitos, tics, rarezas y manías de más de 160 compositores, escritores, pintores o científicos, publicado en España por Turner Noema. El deseo de este editor afincado en Los Ángeles por convertirse en escritor y sus dificultades diarias para dotarse de unas condiciones óptimas que le impulsaran a «ponerme a ello» le llevaron a indagar en cómo lo hacían los demás. Se centró en los grandes. Después de meses buceando en biografías, entrevistas, cartas y periódicos se dio cuenta de que el anecdotario en forma de blog con el que había empezado daba para un lomo y dos pastas.
«¿Quién de nosotros conoció a su hermano? ¿Quién de nosotros observó el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no estuvo siempre prisionero? ¿Quién de nosotros no será siempre un extranjero solitario?». El arranque a quemarropa de El ángel que nos mira bien pudo haber nacido entre un escobero y la fregadera. Resulta que Thomas Wolfe escribía en la cocina, utilizando en ocasiones la parte superior del frigorífico como despacho. René Descartes prefería la alcoba. Hasta que fichó por la madrugadora corte de la reina Cristina de Suecia, a finales de 1649, el retozón filósofo y matemático francés se jactaba de pasar en la cama hasta diez horas al día, «dejando mi mente vagar en sueños por bosques, jardines y palacios encantados donde experimento placeres inimaginables», relató adornándose el ocioso padre de la geometría analítica.
«Ha sido una aventura fascinante descubrir las rutinas de todos estos personajes tan sobresalientes. En ocasiones, por extremas, como las de Honoré de Balzac; otras, por extrañas, como las de Friedrich Schiller», expone a este periódico el propio autor. Según sus investigaciones, el frenético escritor de La comedia humana tomaba una cena frugal a las seis de la tarde y se iba a la cama de inmediato para levantarse a la una de la madrugada y entregarse al papel y a la tinta durante sesiones de hasta siete horas consecutivas. A las ocho de la mañana se acostaba durante noventa minutos y volvía a la carga. Le ayudaban hasta cincuenta solos. A las cuatro de la tarde, tras la sobredosis cafetero-laboral, daba un paseíto, se bañaba y recibía a alguna visita, hasta que, a las seis en punto, reiniciaba de nuevo el ciclo. Entretanto, su colega germano se conformaba con tener un cajón lleno de manzanas podridas en su habitación de trabajo. Era percibir ese aroma putrefacto y Schiller sentía de inmediato el impulso irrefrenable de crear.
Hipnotizado Murakami
Para dar forma a su obra, Currey contó también con testimonios directos, como el de la serbia Marina Abramovic, quien se autodenomina la «madrina del arte de la performance». «Me contó la increíble rutina que desarrolló al objeto de hacer The artist is present (El artista está presente), la actuación que presentó en 2010 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Tenía que estar sentada en una silla sin moverse durante el horario de exhibición, seis días a la semana, durante once consecutivas, sin comer, ni beber, ni ir al baño. Para ello se entrenó durante tres meses», explica maravillado aún por su técnica.
Volcado ahora en una segunda parte que verá la luz en 2018 y que estará protagonizada exclusivamente por mujeres creadoras, Currey dice haber aprendido «la magia que hay en la repetición de hábitos». «Como dice el autor japonés Haruki Murakami, conduce a una especie de hipnosis que te permite alcanzar un estado mental más profundo». La conclusión se la coge prestada al pintor estadounidense Chuck Close. «La inspiración es para amateurs. Vamos, que está sobrevalorada», zanja.
Para los hijos profesionales de Sigmund Freud, fumador compulsivo de hasta veinte habanos por jornada, los pequeñas ritos de cada día son un mecanismo de defensa cimentado precisamente en la regularidad. En esa reiteración de comportamientos, a la que nos acostumbraron de bebés, encontramos el panel de control de nuestras existencias. «La rutina es una conducta defensiva que nos proporciona seguridad. Nos hace sentirnos protegidos. Pero nos acomoda. Por eso, es buena para estimular la productividad, pero no la creatividad», matiza Mari Carmen Saavedra, psiquiatra, psicoanalista y miembro de la International Psychoanalytical Association. «Los psicoanalistas entendemos que la fuente de la creatividad es precisamente un sufrimiento mental que, o bien transformamos en síntoma un indicio de un desequilibrio mental, crisis de angustia o ideaciones paranoides, o bien sublimamos y convertimos en creatividad, ya sea en forma de un libro brillante o de una innovación en nuestras vidas, como un cambio de pareja», expone. La especialista se acuerda de Van Gogh, «un ser casi esquizoide que fue capaz de hacer unas obras hermosísimas». «Creatividad y desequilibrio mental tienen la misma madre: la ansiedad. Por eso, muchos artistas están cerca de la patología», concluye.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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