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César Coca
Martes, 10 de mayo 2016, 11:21
Uno de los mayores logros literarios de Camilo José Cela fue hacer de sí mismo un extraordinario personaje. No hay un solo escritor de su generación, ni seguramente de las posteriores, que consiguiera como él ser una 'marca': al Nobel gallego lo conocían millones ... de personas que no habían leído ni uno solo de sus libros; hablaban de él hasta los analfabetos, y todos repetían sus frases, chistes y desplantes con una mezcla de admiración y envidia. Casi desde el inicio de su carrera, con una visión de una aplastante modernidad, dedicó una parte de su tiempo a la creación de su imagen. Dotes no le faltaban: una voz grave de extraordinaria sonoridad y una dicción perfecta; un físico imponente coronado por un rostro que en su juventud parecía digno del neorrealismo italiano; unos enormes reflejos para articular réplicas ingeniosas; una gran facilidad para la parodia; imaginación para la provocación en el momento exacto y una habilidad casi diabólica en el uso de un lenguaje vitriólico con el que despedazaba a sus rivales. Además, carecía de sentido de la medida y desde los años setenta contó con una claque de admiradores sinceros y aduladores interesados que le reían todas las gracias y disculpaban sus no pocos errores.
Antes de que el personaje se impusiera sobre el escritor, Cela fue urdiendo una biografía con claroscuros. Se ofreció al Gobierno de Franco meses antes de que terminara la Guerra Civil enarbolando su prolongada residencia en Madrid para «prestar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad». Trabajó como censor en 1943 y 1944 aunque no tuvo que firmar informes sobre publicaciones literarias ni políticas, sino más bien acerca de revistas profesionales y textos sin problemas. Y llegó a un acuerdo con Marcos Pérez Jiménez, el dictador que gobernó Venezuela entre 1953 y 1958, para escribir una serie de novelas a mayor gloria del régimen. Solo publicó una, la muy olvidable 'La catira', por la que según su hijo cobró alrededor de tres millones de pesetas, una verdadera fortuna en aquellos años.
A despecho de esa colaboración con regímenes totalitarios, sufrió la censura en sus propias carnes. La segunda edición de 'La familia de Pascual Duarte' fue prohibida y requisada por la Policía, y la tercera se publicó en Buenos Aires. Allí vio la luz también 'La colmena', dado que no se autorizó su salida en España por las escenas eróticas que contiene. Al tiempo, formó junto a José Manuel Caballero Bonald, en Palma de Mallorca, una revista literaria llamada 'Papeles de Son Armadans', en la que promocionó a numerosos escritores jóvenes, sin mirar nunca su ideología.
Un escritor mediático
El escritor pasó a segundo plano en los años sesenta y primeros setenta, cuando había publicado ya buena parte de sus mejores obras. Aprovechando primero el tímido aperturismo del régimen en cuestiones no directamente políticas y más tarde la llegada de la democracia, Cela se convirtió en una estrella, en lo que hoy se llamaría un escritor mediático. La publicación del 'Diccionario secreto' y más tarde la 'Enciclopedia del erotismo' dispararon el interés sobre su figura. Comenzó entonces a prodigarse en radio y televisión, con intervenciones de enorme erudición y un histrionismo que causaba hilaridad en quienes lo escuchaban. El público llenaba los salones donde se anunciaba su presencia, aunque fuera con una conferencia sobre el lenguaje de los pícaros en la literatura del siglo XVI. Y se contaban chistes de Cela -apócrifos, por supuesto-, como luego se contarían del ministro Fernando Morán.
Su elección como senador por designación real, en el inicio de la Transición, ocasionó algunos episodios divertidos que dieron la vuelta al país: su contestación al presidente Fontán cuando lo sorprendió dormido o sus referencias a Lluís Maria Xirinacs están en la antología de los mejores momentos vividos en una cámara donde el ingenio no abunda. Pero el verdadero bombazo de Cela en aquellos años apasionantes fue la publicación de 'La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona', relato epistolar de un hecho ocurrido en la localidad malagueña. El libro, una narración breve repleta de ingenio que no deja fuera ni un detalle escatológico, incluía una lámina con un dibujo a tamaño real del miembro viril del protagonista, de colosales dimensiones.
Para entonces, el personaje ya se había impuesto de manera definitiva. Por eso, cuando mediados los ochenta repitió el viaje a la Alcarria que había realizado cuarenta años antes, la gente de los pueblos salía a la carretera a esperarlo. Ya no iba caminando con una mochila a la espalda y zapatillas de esparto, sino trajeado, sentado en el asiento de cuero de un Rolls Royce y guiado por una choferesa de raza negra vestida como una princesa abisinia. Todo el mundo quería ver al escritor que había confesado con toda seriedad a Mercedes Milá durante una entrevista televisiva que era capaz de absorber litro y medio de agua por vía rectal. Eso sí, tenía que estar templada, matizó. No mucho después, durante otra entrevista ante las cámaras en su casa de Mallorca, tiró a la piscina a la periodista Pilar Trenas.
Además, había comenzado a hacerse notar en Estocolmo. Fuentes próximas a la Academia han explicado en más de una ocasión que Cela hizo lo posible y lo imposible por prodigarse en la capital sueca para favorecer así su candidatura al Nobel. Lo ganó en 1989.
Tras ganar el Nobel, dijo que iba a sacarle mil millones de pesetas al premio. Lo justificaba explicando que 'levantar la persiana' de su casa cada mañana costaba mucho dinero. Así que se aplicó a ello de manera incansable. Lo primero que hizo fue elevar su cotización hasta las nubes. Por participar una o dos veces en la tertulia matinal de Jesús Hermida en televisión, cobraba dos millones al mes (y con frecuencia permanecía en silencio durante muchos minutos); otro tanto por un brevísimo artículo diario, apenas cuatro líneas, que publicaba en varios periódicos españoles; multiplicó el número de sus textos 'alimenticios' y protagonizó numerosos anuncios publicitarios, varios de ellos de una guía de carreteras, donde aparecía sentado a la mesa, dispuesto a probar un marmitako o unas gachas. No había ilegalidad alguna en ello, pero las sumas percibidas trascendieron y no faltó quien aseguró que tal afán crematístico se debía a las dificultades económicas originadas por su divorcio, que posteriormente se convirtió en nulidad eclesiástica. Los defensores del escritor aseguran aún hoy que lo sucedido en los últimos años, sobre todo en lo relativo al dinero, fue responsabilidad casi absoluta de Marina Castaño. Cela habría reproducido punto por punto un arquetipo el del gran escritor dominado al final de su vida por una mujer joven.
Dos años antes había obtenido el Príncipe de Asturias de las Letras, pero el Cervantes se le resistía. Y quería tenerlo en su vitrina, incluso después de haber entrado en la inmortalidad que da el Nobel. Nunca hubo persecución tan implacable ni críticas más duras a quienes consideraba responsables de que no se lo dieran. Fue el caso del ministro Jorge Semprún, de quien dijo que había politizado el galardón. Todos los improperios se convirtieron en muestras de alegría y agradecimientos cuando finalmente le dieron el Cervantes en 1995. Un año más tarde, el Rey lo nombró marqués de Iria Flavia. En la sede de su fundación, bajo el escudo en bajorrelieve que domina el edificio, hizo inscribir el lema que parecía guiar su vida: «El que resiste, gana».
Poco antes, había polemizado con su habitual tono agrio con un escritor tan mesurado siempre como Antonio Muñoz Molina. No lo necesitaba para hacerse notar: su presencia en la vida pública española era mayor que la de cualquier otro escritor, intelectual o artista: participaba en tertulias televisivas, rodaba anuncios publicitarios, aparecía en pequeños papeles en algunas películas -ya en 'La colmena' había interpretado a un personaje menor- y sus fotografías eran habituales en las revistas del corazón.
Claro que eso se debió a una circunstancia que tuvo poco que ver con su carrera. Poco antes de recibir el Nobel, Cela rompió con Rosario Conde, que había sido su esposa durante 55 años, e inició una relación con la periodista Marina Castaño, 41 años más joven. Se dice que el escritor, a finales de los treinta, tuvo una visión y se la contó a su amigo el poeta Rafael Montesinos: «Un día, vaticinó, ganaré el Nobel e iré a recogerlo acompañado de una mujer muy joven y rubia, que aún no ha nacido». Puede que sea otro elemento más de la construcción del mito, pero encaja por completo en el desbordante retrato de su personalidad. Lo cierto es que acudió a Estocolmo al acto más importante de su vida con su joven novia, mientras su esposa, la compañera que soportó los años duros de la formación del escritor, se quedaba en casa con el único hijo de ambos. Un hijo que fue literalmente desheredado aunque luego la Justicia revirtiera el testamento paterno.
Rechazo popular
Durante sus últimos años, perdió la impunidad de la que había gozado décadas atrás. Ganó el Planeta con un libro por el que fue acusado de plagio y tuvo que soportar duras críticas por haber repetido casi en su totalidad en el Congreso de la Lengua de Valladolid, pocos meses antes de morir, un discurso que ya había pronunciado en Zacatecas en 1997 y en Sevilla en 1992. Utilizó una cita de Gide sobre la necesidad de reiterar los mensajes porque el público no los entiende, pero no dijo nada sobre que había cobrado tres veces por la misma conferencia.
El personaje se oscurecía mes a mes. La brillantez del discurso, la acidez de las respuestas (nada más anunciarse que había ganado el Nobel, un periodista le preguntó si estaba sorprendido: «Muchísimo, dijo, sobre todo porque me esperaba el de Física»), el ingenio desbordante de sus historias ya no tenían éxito. En la cruenta batalla entre Camilo José Cela y Marina Castaño por un lado y Rosario Conde y Camilo José Cela Conde por el otro, la sociedad se puso de parte de estos últimos. Sus palabras sobre García Lorca y los gays («No estoy ni en contra ni a favor. Me limito a no tomar por el culo») empeoraron una imagen ya por entonces muy deteriorada.
Tras su muerte hubo homenajes discretos y referencias al valor imperecedero de varias de sus obras. Alguien de su entorno inmediato dijo que sus últimas palabras habían sido «¡Viva Iria Flavia!» y todos lo tomaron a broma, como si fuera la escena postrera del Camilo José Cela público, que sin duda bien poco tenía que ver con el privado.
Cuando el personaje desapareció por el foro, el escritor entró en el purgatorio del silencio.
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