teresa abajo
Domingo, 2 de abril 2017, 02:35
Era como un etnógrafo: trataba a los neoyorquinos como un explorador afrontaría a los zulús». Así hablaba William Klein de su propia ciudad y del trabajo que cambió para siempre los libros de fotografía. La recorrió en 1956 con su cámara, su formación como pintor « ... y su maravilloso sentido del humor y la provocación», explica el historiador Horacio Fernández. Captó sus calles y a su gente en imágenes llenas de movimiento, o descaradamente desenfocadas, que transmitían el ritmo trepidante y contradictorio de la capital del mundo. Lo tituló con un eslogan publicitario (La vida es bella y más aún en Nueva York) convertido en parodia. Alexander Liberman -entonces director artístico de Vogue, que se lo había encargado- lo consideró impublicable, pero el libro se editó en París y sirvió de modelo a muchos autores.
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La irreverente obra maestra de Klein no podía faltar en la exposición que se inaugura el próximo viernes en el Centro de Fotografía Contemporánea (CFC) de Bilbao. Al comisario Horacio Fernández, profesor de Historia de la Fotografía y exdirector artístico de PhotoEspaña, no le ha resultado fácil seleccionar medio centenar de libros (en los buscadores aparecen 5.600 en 30 idiomas) sobre la ciudad en la que se cruzan todas las miradas. La más fotogénica, llena de rincones donde perseguir imágenes que el cine y la publicidad no hayan convertido en clichés.
- ¿Qué tiene Nueva York que no nos cansamos de mirarla?
- Tiene una cosa fantástica y es que hay gente de todo el mundo. Eso hoy en día no es tan raro, pero en su momento solo pasaba en Nueva York. Era una especie de síntesis del mundo, la capital del siglo XX.
Esto es lo que hace especial la muestra que ha organizado junto al centro cultural granadino José Guerrero, donde se exhibió de octubre a febrero. Los fotolibros, la mayoría de su biblioteca personal, se colocan en urnas tras haber sido filmados. Hay paneles con imágenes de apoyo y proyecciones, junto a textos redactados por expertos. No es casual que el primero sea Empire State (1931), lleno de superlativos y cifras de vértigo, y el último, el testimonio colectivo de los atentados del 11-S, el día que todo el mundo cogió el móvil o la cámara sin poder creer aún lo que veía. Un grupo de fotógrafos pidió a los ciudadanos que enviaran sus imágenes y se formó un mosaico con un millar de instantes, un «monumento a la gente» q ue lo vivió.
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Con textos literarios
Nueva York, como cualquier ciudad, «es más carne que piedra» pese a la imponente presencia de los rascacielos. Entre las obras imprescindibles, Fernández destaca la de Berenice Abbott, que en 1939 retrató de forma magistral su transformación arquitectónica. Pero este armazón quedaría incompleto sin Naked City (1945), que desnuda la vida que fluye entre el asfalto y los colosos de hormigón. Weegee tuvo el acierto de ganarse al jefe de Policía con unas fotos familiares. Le permitió sintonizar la emisora policial, así que llegaba el primero a los sucesos y su coche era un estudio de revelado ambulante. Fue pionero en contar incendios y asesinatos, pero también un concierto de Sinatra o una noche de copas. «Trataba a todos -transeúntes, letreros, bomberos, perros o bebés- por igual».
Los grandes maestros asumieron el reto de mirar este gran espectáculo sin dejarse deslumbrar. Basta la presencia de Cartier-Bresson para dar auténtica personalidad a un libro de viajes. Robert Rauschenberg, cuya faceta como fotógrafo no es tan conocida, encontró en este lenguaje el espacio «para hacer arte sin abandonar la vida». En su recorrido por las calles no buscaba iconos, sino «hechos provocadores». Y Raymond Depardon pasó el verano de 1981 «deambulando» para enviar una imagen cada día a Liberation, una narración visual por entregas que se convirtió en un tratado sobre las tribulaciones de la fotografía de prensa.
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Especial mención merecen los fotolibros literarios, con textos de Norman Mailer o Françoise Sagan, a quien la revista Elle organizó un viaje para promocionar Buenos días, tristeza. Fernando Arrabal estuvo allí en 1973 «tomando fotografías como versos libres» mientras preparaba el reestreno de ... Y pondrán esposas a las flores en una iglesia desacralizada. Ninguno resulta tan evocador como Poeta en Nueva York. García Lorca quiso ilustrar con fotografías este poemario moderno y, treinta años después, Oriol Maspons y Julio Ubiña cumplieron su deseo. Siguieron sus pasos y, como él, reaccionaron con asombro ante «los huracanes de negras palomas» o «las gentes que vacilan insomnes».
La grandeza se refugia en lo cotidiano, en el metro, el asiento trasero de un taxi o el hotel Chelsea. Pero Nueva York es ante todo una escuela de fotografía de calle; el escenario de su orgullo al alcanzar la cima del mundo y de «la decadencia económica y sobre todo social que vivió en los 70 y 80». Fernández cree que quien mejor describe «el caos» es el húngaro Lörinczy György. En su libro los edificios «flaquean», la ciudad se llena de sombras.
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Algunas fotos de los 80 resultan hoy sobrecogedoras. André Kertész captó una imagen de las Torres Gemelas en la que parece acercarse un avión, con la cruz de una iglesia en primer plano y las cúspides envueltas en nubes bajas. Juan Fresán las unió con una tirita en el lugar donde 18 años después se estrellaron dos aviones. El fotógrafo y coleccionista neoyorquino Jefrey Ladd cuenta cómo tras el 11-S «la fotografia de calle de convirtió en una actividad muy sospechosa». Horacio Fernández cree que la desconfianza no solo se ha instalado en esta ciudad. «Hay muchos temas que son tabú y puedes exponerte a problemas publicando. Esos libros de los años 60 probablemente hoy no se podrían hacer», lamenta. Y la capital del siglo XXI, si existe, «quizá sea Google City».
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