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TERESA ABAJO
Sábado, 14 de enero 2017, 01:53
En casa de los abuelos de Borja Ortiz de Gondra (Bilbao, 1965) había uno de esos recios armarios de madera donde cabe toda la curiosidad de un niño. Allí jugaba al escondite y fantaseaba con el origen de ese mueble que, según la leyenda ... familiar, llegó a Bizkaia en la bodega de un barco desde un palacete de Cuba.
Le contaron que su tatarabuelo emigró después de la guerra carlista e hizo fortuna, aunque en el viaje de vuelta le robaron y tuvo que volver a empezar. Años después, viajó a La Habana para seguir su rastro y descubrió que aquella historia infantil no era cierta. Su antepasado había vivido «en una calle cerca del puerto de no muy buena fama. La familia fabulaba para ocultar algo del pasado, y yo escribo sobre lo que no me han querido contar», dice.
Estas vivencias y silencios son el punto de partida de Los Gondra, una producción del Centro Dramático Nacional, con la colaboración con el Instituto Etxepare, que se estrenará el 18 de enero en el teatro Valle-Inclán de Madrid. Josep Maria Mestres dirige a once actores que encarnan a treinta personajes a lo largo de más de cien años de historia. Comienza en 2015 con dos llamadas telefónicas y se remonta hasta 1874, deteniéndose en una boda en 1985 y en una romería que se celebra en 1940. El propio autor se interpreta a sí mismo en su relato más personal. No actuaba desde sus tiempos en la Escuela de Teatro de Getxo, aunque como dramaturgo y director de teatro tiene una larga trayectoria. Ha ganado ente otros premios el Marqués de Bradomín (por el vodevil negro Dedos, que también estrenó el Centro Dramático Nacional), y el Calderón de la Barca por Mane, Thecel, Phares, sobre la intolerancia.
¿Esta es la obra que más le ha costado escribir?
No lo voy a negar. Me ha costado 25 años atreverme a escribirla porque indaga mucho en la identidad, en quién soy yo, por qué siempre he hablado de las mismas cosas, el perdón y la culpa. Con esta obra vuelvo a mis orígenes, me pregunto qué fue de ese chico vasco que se marchó de Algorta con veintitantos años.
Se fue a París y empezó a «ir y volver», dejando aquí a la mayor parte de su familia. Ahora vive «entre Madrid, Nueva York y Bilbao, una locura. He dado vueltas por el mundo, pero siempre vuelvo a Algorta, a casa de mis padres, y a un cementerio que está encima del mar, sabiendo que voy a terminar allí». Por eso le duele una espina que tiene «muy clavada, que no me llaman para hacer teatro aquí». Algunas de sus obras se han representado en Barakaldo, San Sebastián y Vitoria, pero nunca en Bilbao. Y eso a pesar de que en París trabajó con Lluis Pasqual y en Madrid con Emilio Sagi, dos exdirectores del Arriaga. «Hubo un proyecto, pero no salió», cuenta. «El trabajo habla por uno y yo voy donde me llaman, pero me duele no tener contacto con el medio teatral vasco».
Cuando puso el punto final a Los Gondra, «una obra profundamente vasca», ofreció el texto «a un montón de teatros, entre ellos el Arriaga, el Principal y el Victoria Eugenia. Nadie respondió», hasta que el director del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caballero, le dijo «esta obra la vamos a producir nosotros». Permanecerá un mes en Madrid (hasta el 19 de febrero) y no está previsto que vaya a otras plazas. La música es del donostiarra Iñaki Salvador y la escenografía, de Clara Notari, la domina un frontón, «el lugar donde los vascos nos reunimos y somos nosotros mismos». En la obra es propiedad de la familia, una licencia literaria, aunque «nos han pasado un montón de cosas» en la cancha. «Hemos jugado a pelota, apostado, se han ganado y perdido y fortunas...».
Al bilbaíno Iker Lastra, que nació a finales de los setenta, trabajar en esta obra le hace «tocar las raíces» y «afrontar acontecimientos de los que no era consciente cuando era un crío». Interpreta a tres personajes un joven que sufre la extorsión de los terroristas en 1985, el día de su boda; un marido egoísta en 1940 y un hermano marcado por un trauma familiar tras la guerra carlista. El denominador común es que «nadie es feliz, hay un ataque continuo» entre dos bandos que nunca se ponen en el lugar del otro. Un viaje doloroso y «aleccionador» que en su opinión «sería muy interesante que se viera en Euskadi». Cecilia Solaguren, que encarna a su pareja en dos etapas y a una monja de finales del siglo XIX, ve estos personajes «como un regalo». Sobre todo a la joven Clara, cuya boda se ve ensombrecida por la amenaza terrorista. «Es un trabajo apasionante, de lo doméstico a lo universal», relata. «El perdón, la culpa, el olvido...». Lo que más le interesa es reflejar que, como en la vida, no hay compartimentos estancos. Todo se vive en el momento, «el dolor y la alegría están en el mismo lugar».
¿Cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en la trama?
No todo lo que se cuenta es verdad, no es mi diario íntimo. Un escritor intenta esclarecer secretos familiares y tendrá que reconstruir las partes que no le quieren contar.
Como en el armario de sus juegos infantiles, en el relato hay ambigüedad, verdades y mentiras. Los personajes hablan en castellano intercalando frases en euskera y en el escenario domina el negro. Luto por el enfrentamiento entre hermanos, el odio y la culpa con el terrorismo como trasfondo. Siempre dejando espacio para el perdón, «un tema que me duele mucho y sobre el que he reflexionado». «¿Por qué reproducimos esos ciclos de violencia?», se pregunta. «¿Por qué somos incapaces de mirarnos a los ojos, reconocer el daño que nos hemos hecho unos a otros y pedir perdón? Tanto para mí como para la sociedad es el momento de hablar de estos temas en voz alta, aunque eso no significa que yo tenga las respuestas».
¿Ha leído Patria?
Me conmovió. La leí durante los ensayos de Los Gondra, al igual que El comensal. A Fernando Aramburu me encantaría conocerle, a Gabriela Ybarra le escribí una carta y nos hemos hecho amigos. Hay una idea común: cómo mirar a los ojos al otro y vivir con la pérdida. Cómo superar el duelo sin caer en el odio, que es bien difícil. Estos libros están llegando a gente de todas las edades y sensibilidades, y eso es esperanzador. Gabriela me cuenta que le escriben personas que ella jamás hubiera imaginado.
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